Desenterrar a los muertos: para alimento del odio, el resentimiento, la venganza y demás virtudes democráticas – Por Juan Manuel de Prada

Desenterrar a los muertos
Por Juan Manuel de Prada

Desde el punto de vista antropológico, la aparición del hombre sobre la faz de la Tierra no se determina midiendo cráneos de homínidos, ni analizando su ADN, sino por el hallazgo de enterramientos. Al hombre lo distingue el signo del misterio y la esperanza, que lo empuja a enterrar a sus muertos. Como señala Chesterton, «es inútil comparar la cabeza del hombre con la cabeza del mono si nunca pasó por la cabeza del mono enterrar a otro de su especie en una tumba con nueces para ayudarle a alcanzar el celestial hogar de los simios». Lo que distingue al hombre de otra especie animal es una misteriosa naturaleza mística que trata a los muertos reverencialmente.

Enterrar a los muertos puede considerarse sin exageración el cimiento de cualquier forma de civilización, que considera al muerto res sacra. En todas las civilizaciones que en el mundo han sido, los mandatos que prohíben dar sepultura a un muerto, o que ordenan su desenterramiento, son tenidos por monstruosos, porque obligan al hombre a regresar a un estadio anterior a la humanidad, para abrazarse allí con los satanes más bajos, Behemot la hiena, Astaroth el cerdo, Moloch devoraniños, todo ese enjambre de demonios que nos devuelven a la zoología más espesa. De este modo, la profanación de tumbas es considerada en cualquier civilización la forma más nefaria y nefanda de crimen, la apoteosis del horror cósmico y primigenio.

La antropología sigue estudiando los casos, por fortuna excepcionales, de tribus que han sucumbido a ese horror. Así, por ejemplo, se sabe que en Filipinas la tribu de los igorrotes desentierra los cadáveres (porque piensa que las almas de los muertos se asfixian bajo la tierra) y cuelga sus ataúdes de lo alto de los acantilados, o los apila a la entrada de las cuevas. En Indonesia, la tribu de los Tona Toraja celebra cada tres años un macabro ritual, consistente en sacar los cadáveres de sus tumbas y elegir aquellos que están mejor momificados y pueden mantenerse en pie, para limpiarlos y engalanarlos y hacerlos participar en una ceremonia festiva. En Madagascar, la tribu malgache saca a los muertos de las tumbas cada siete años y los envuelve con sudarios blancos, para pasear sus cuerpos y bailar con ellos. En España, por último, la tribu democrática desentierra los cadáveres de los dirigentes del bando vencedor en la Guerra Civil, para evitar que sus deudos y familiares puedan honrarlos en público, obligándolos a enterrarlos en lugares recónditos y vergonzantes, para alimento del odio, el resentimiento, la venganza y demás virtudes democráticas.

Los igorrotes de Filipinas, los Tona Toraja de Indonesia, los malgaches de Madagascar, los demócratas de España, son casos excepcionales de tribus primitivas, nostálgicas de las cuatro patas y el rabo entre las piernas, nostálgicas de la llamada de la selva, abrazadas a los satanes más bajos que los devuelven a la zoología más espesa. Lovecraft los habría incluido entre los adoradores de Cthulhu.

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