La ‘memoria histórica’ tiene una aversión invencible a la complejidad humana – Por Juan Manuel de Prada

Una torturante verdad
Por Juan Manuel de Prada

Una bomba de relojería se ha puesto en marcha en el corazón de la cultura catalana. Ignoro si los archipámpanos que la controlan lograrán sofocarla, como tantas veces se ha hecho en España, donde se ha impuesto una versión idealizada y simplista del exilio. Coincidiendo con el cuadragésimo año de la muerte de Mercè Rodoreda, se ha publicado un libro titulado ‘Ells no saben res’ (Club Editor), con edición de Maria Bohigas, donde se prueba que el compañero de Rodoreda, Armand Obiols, trabajó durante los años de la Ocupación de Francia en puestos de cierta responsabilidad para la organización nazi Todt, encargada de la construcción de infraestructura militar, que llegaría a contratar cientos de miles de obreros para sus obras. ‘Ells no saben res’ nos sugiere que esta colaboración de Obiols habría arrojado una sombra de culpa sobre la literatura de Rodoreda, quien desde entonces construiría un personaje, para poder seguir viviendo.

Podríamos preguntarnos si Obiols (y, por extensión, Rodoreda) fueron unos odiosos ‘collabos’; pero también si Obiols, colaborando con los nazis, no contribuyó a salvar muchas vidas de exiliados. La ‘memoria histórica’ tiene una aversión invencible a la complejidad humana; necesita crear ficciones hagiográficas, mitos unidimensionales, juicios morales netos y tajantes que establecen cual es el ‘lado correcto de la historia’. Y este pasadizo de la vida de Rodoreda resulta por completo perturbador, porque les muestra que la verdad humana es mucho más compleja. El caso de Mercè Rodoreda es idéntico al de otra escritora catalana de su misma generación menos bendecida por la fama, Ana María Martínez Sagi, cuya terrible verdad desvelo en mi más reciente obra, ‘El derecho a soñar’. Como Rodoreda, también Sagi necesitó inventar una vida soñada que ocultase lo sucedido durante los años de la Ocupación de Francia. Como Rodoreda, convivió durante aquellos años con un ‘collabo’ que trabajaba para la intendencia alemana; como Rodoreda, tuvo trato amistoso con personajes como el pintoresco y enigmático Otto Warncke. Como Rodoreda, en fin, también Sagi tuvo que inventarse una vida despojada de sus aspectos más escabrosos o vergonzantes. Una vida mucho más acorde a las ficciones hagiográficas que demanda la ‘memoria histórica’.

A su vuelta del exilio, Sagi escribió a Rodoreda una extensa carta que, leída cuando conocemos el pasado que ambas quisieron ocultar, adquiere un sentido más inquietante: «Siempre he vivido convencida de que todos, absolutamente todos, tenemos en alguna parte un doble, un alma gemela, que sufre y disfruta y vive y piensa como nosotros mismos. A lo largo de mi azarosa existencia, yo la llevaba a usted siempre conmigo, pensaba en usted y seguía hablándole a través de los países y las distancias y los años».

Almas gemelas que escondían una torturante verdad. Esa verdad sobre la complejidad humana que nuestra época, atrincherada en los mitos, no quiere de ningún modo conocer.

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