Operación desmalvinización: pedir perdón por recuperar lo propio y deconstruir al héroe – Por Pablo Yurman

Por Pablo Yurman

Evocar Malvinas y la gesta de su recuperación el 2 de abril de 1982 no significa referirse sólo a un hecho del pasado. El operativo militar y las acciones bélicas cesaron el 14 de junio de aquel año, pero el conflicto por la soberanía, y la guerra en un sentido amplio, continúan.
El gobierno británico, presidido entonces por Margaret Thatcher, lo entendió rápidamente y esa es la razón por la cual el mismo día del cese al fuego en Puerto Argentino comenzó a desplegar una forma distinta de guerra para la cual ya no serían necesarias las naves, aviones, soldados y mercenarios extranjeros a su servicio.

Comenzaba la desmalvinización, es decir, lograr que la versión oficial del Foreign Office sobre la cuestión Malvinas fuera adoptada y repetida hasta el hartazgo por la mayor cantidad de argentinos que fuera posible reclutar para la faena. Si hubo una Task Force (Fuerza de Tareas) con objetivos militares enviada desde Inglaterra a un costo elevadísimo, tanto humano como presupuestario, debía luego entrar en operaciones una Task Force que tuviera a los propios argentinos como mano de obra. Porción minoritaria entre nosotros, compuesta por los sucesores ideológicos de aquellos criollos anglófilos de 1806 y 1807, pero dotada de resortes de poder que le otorgan una visibilidad desproporcionada.

Por desmalvinización entendemos la aceptación a-crítica y sumisa, por una parte minoritaria de los argentinos, de la versión oficial británica sobre el sentido del 2 de abril de 1982. En el ámbito cultural, entendido como toda producción formadora de sentido social respecto de un hecho, empezó con producciones cinematográficas como la película Los Chicos de la Guerra de mediados de la década de 1980 y continuó en el ámbito mediático con contertulios y opinólogos de turno repitiendo una fraseología sin hondura analítica, sin rigor probatorio y huérfana de un marco histórico de referencia que permitiera entender adecuadamente los hechos.

Según Inglaterra, Malvinas habría sido una anomalía en la relación tradicional entre ambos países, un “manotazo” pergeñado por un militar borracho, a lo que desde el inicio se glosó una serie de razonamientos por el estilo que son parte de la verbosidad desmalvinizadora. Pero la historia nos enseña otra realidad bien distinta. El pueblo argentino, no sus circunstanciales autoridades, humilló a los británicos en las calles de Buenos Aires en 1806 y 1807. Algo impensable para las tropas de Su Majestad Británica.

Por si fuera poco, tras un largo bloqueo entre 1845 y 1850, los ingleses debieron marcharse no sin antes reconocer en el papel la soberanía argentina sobre los ríos interiores de la Confederación. Incluso un hombre de la Generación de 1880, Julio A. Roca, desalojó a los pobladores británicos que se habían establecido en lo que hoy es Ushuaia, garantizando de ese modo la presencia argentina en el extremo Sur continental; a lo que debe sumarse que durante su segundo gobierno impulsó la instalación de bases argentinas en la Antártida. No debe olvidarse que la cuestión de la soberanía sobre las islas no se reduce al archipiélago austral, sino a toda una porción marítima rica en recursos, y al sector antártico. En suma, para los gobiernos británicos, demasiado acostumbrados a que el mundo marchara según sus dictados, resultaba inadmisible que en este remoto rincón del planeta hubiera un pueblo que recurrentemente le hiciera semejantes desplantes.

Por eso el 2 de abril la inmensa mayoría de los argentinos saludaron la recuperación de una porción de territorio que por derecho nos pertenece. Y el pueblo distinguía muy bien la gesta de recuperación -con todo su significado- de los que circunstancialmente detentaban el poder. Una enorme pancarta en Plaza de Mayo con la inscripción “Malvinas sí, Proceso no” así lo atestiguaba. Tampoco el pueblo argentino en su mayoría creía, a diferencia de cierta intelectualidad despistada, que a la primera ministro británica Margaret Thatcher le interesara que recuperáramos la democracia.

Malvinas, por otro lado, permitió a los argentinos volver la mirada a esa inmensidad cultural que era la comunidad de pueblos hispanoamericanos, a la que se nos había enseñado a desdeñar o, en el mejor de los casos, a ignorar. Las embajadas y consulados nacionales en Perú, Venezuela, México, Bolivia, entre otros sitios, fueron testigos del ofrecimiento de miles de jóvenes como voluntarios para luchar al lado de nuestros soldados en una gesta que adquiría contornos continentales.

Como señala la investigadora María Sofía Vassallo (Observatorio Malvinas, UNLa) “la actualización de la tradición histórica en la acción popular es la que convierte la mezquina maniobra de un dictador en una misión colectiva anticolonial, con gran potencial movilizador; Inglaterra lo sabe desde el primer momento.”

Por ese motivo, Londres comprendió que no podía cruzarse de brazos a la espera de que los argentinos hiciéramos, y enseñáramos a las nuevas generaciones, nuestra propia versión sobre lo sucedido en 1982.

Tras largas décadas de discurso cuasi-oficial, y a veces hasta oficial, por el que según sus voceros deberíamos hasta pedir perdón por haber recuperado lo que nos pertenece, asistimos últimamente al vergonzoso espectáculo de ver atacada la figura misma de los héroes que dieron su vida por la Patria.

Según el sofisma, si no hubo gesta del pueblo argentino, entonces no hubo héroes, sino pobres chicos engañados y manipulados, mandados a una muerte sin sentido. Dado el sentido profundamente evocativo, e imitativo que suscita la figura del héroe de Malvinas, se impone su “deconstrucción”, es decir, eliminarlo de la memoria popular y rebajarlo a la categoría de víctima. Un guion elaborado en Londres. Como señala Vassallo, “el modelo de las víctimas, despoja a los combatientes de protagonismo, y los cristaliza en la minoría de edad. Este modelo de víctimas apunta a destruir el concepto de héroes.”

Quienes niegan carácter de héroes a los soldados que ofrendaron sus vidas por un ideal trascendente son los mismos a los que parecen no incomodarles las numerosas muertes de nuestros jóvenes de hoy en día. No se los ve rasgándose las vestiduras por los jóvenes que mueren por la inseguridad, o por consumo de drogas o por grescas callejeras fruto del consumo desmedido de alcohol y otras sustancias. Mucho menos se interesan por la suerte de las jóvenes vidas arrancadas cotidianamente por el narcotráfico, siendo los “soldaditos” que custodian los búnker de venta de estupefacientes peones intercambiables por quienes lucran con ese nefasto negocio. El narcotráfico ejecuta un verdadero genocidio silencioso de nuestra juventud ante la total indiferencia de la llamada clase dirigente.

Es para meditar profundamente el aborrecimiento visceral que esos sectores -intelectuales, académicos, mediáticos y políticos- exhiben por aquellos soldados de la Patria que dieron su vida por valores superiores y trascendentes. Y al mismo tiempo su silencio e indiferencia ante tanta muerte de jóvenes, realidad que hoy mismo campea a sus anchas. A no engañarse. Lo que no toleran, porque les resulta incomprensible, es que hubiera en nuestra historia reciente miles de jóvenes capaces de anteponer valores espirituales, de trascendencia y de sentido profundo de la vida, a los valores materiales. Su memoria es el faro testigo de que ningún joven está condenado a vegetar en un cuadro desconsolador de hedonismo consumista, sino que todos son capaces de darle sentido profundo a la existencia.

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