Trampas para reyes
Por Juan Manuel de Prada
Escribiremos sin paños calientes lo que pensamos sobre la situación de la monarquía; pues, como nos enseña Quevedo, alguna vez «se ha de decir lo que se siente». Los regímenes liberales negaron primero a los reyes su legitimidad de origen divino, dándoles una legitimidad puramente contractual. Así los reyes perdieron la potestad para restablecer la Justicia, que es uno de los nombres de Dios, y se pusieron a sancionar leyes con frecuencia inicuas. A cambio de obligarlos a sancionar leyes inicuas, los regímenes liberales concedieron a los reyes el caramelito envenenado de la ‘inviolabilidad’, que allá donde rigen leyes inicuas no significa garantía de ejercicio pacífico de una potestad conforme a la ley moral y divina, sino impunidad para hacer de su capa un sayo. Una impunidad que, por supuesto, es la coartada que los regímenes liberales necesitan para convertir la acción política en un patio de Monipodio despepitado.
Los regímenes liberales, en fin, buscan que los reyes sustituyan el ideario monárquico por el ideario del hombre moderno, que como nos recuerda Gómez Dávila se resume en «comprar el mayor número de bienes, hacer el mayor número de viajes y copular el mayor número de veces». Y, una vez que los reyes se han adherido al ideal del hombre moderno, los regímenes liberales los amenazan con mostrar al mundo su colección de bienes, viajes y cópulas. Así, convierten a los reyes en monigotes trémulos; sabiendo, además, que entretanto las leyes inicuas han convertido a los pueblos en jaurías de chacales que disfrutan con la humillación de sus reyes, cuya colección de bienes, viajes y cópulas envidian. Una vez convertidos en monigotes, los regímenes liberales pueden obligar a los reyes a abdicar, afeando su conducta poco ejemplar, y hasta imponerles un exilio ‘voluntario’ en cualquier lugar inhóspito, a la vez que airean sus trapos sucios (los trapos que los reyes creían ilusamente que la ‘inviolabilidad’ lavaba para siempre), para azuzar el resentimiento de la jauría de chacales.
Así los reyes se convierten en avatares tragicómicos del Rey Lear. Y a los sucesores de los reyes obligados al exilio ‘voluntario’, los regímenes liberales les imponen –para hacerlos antipáticos– una actitud puritana que no hubiese soñado ni Pedro Recio de Tirteafuera; y los obligan a actuar ingratamente con sus padres, como hace Enrique IV con Falstaff («No te conozco, viejo»); y los opacan o exhiben según les convenga, como se hace con ese bibelot hortera de la abuela que ocultamos ante las visitas de ringorrango, ese bibelot sobre el que pende la espada de Damocles del cesto de la basura.
Los regímenes liberales –resumiendo– hacen con los reyes lo mismo que Escipión anticipó a los romanos que los cartagineses harían con ellos, si no les plantaban batalla: «Primero os despojarán de vuestros bienes espirituales; y, cuando ya no tengáis altares ante los que arrodillaros, os obligarán a que os arrodilléis ante ellos«.
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