Una monstruosidad que se paga cara
Por Juan Manuel de Prada
En una reciente entrevista que me hizo Rebeca Argudo para la contraportada de este periódico, explorando mis pecados capitales, me permití distinguir la ira pecaminosa de la «santa ira»; y cuándo me preguntó quiénes me provocaban esta última mencioné a la «gentuza de la peor calaña que ha sido encumbrada», consecuencia inevitable de la destrucción del principio de autoridad. Me gustaría ahondar un poco más en esta cuestión, que a mi juicio es el principal problema político que hoy padecemos y causa de la gangrena social que convierte nuestra convivencia en un lodazal o un manicomio.
El encumbramiento de lo que por naturaleza es bajo (y el consiguiente abajamiento de lo que por naturaleza es alto) es una subversión monstruosa que nuestra época ha convertido orgullosamente en emblemática o distintiva. Ocurre esta subversión en todos los órdenes de la vida social, aunque en algunos resulta especialmente oprobiosa: así, por ejemplo en el ámbito intelectual y artístico, donde son aplaudidos y encumbrados los escritorzuelos más febles y anémicos, los pintamonas más vomitivos e inanes, los charlatanes con un caletre digno de cualquier paramecio o ameba; y ocurre, desde luego –’horresco referens’– en el ámbito político, donde nos gobierna auténtica chusma, ufana de serlo y parecerlo. Decía Santo Tomás que quienes gobiernan deben descollar sobre el resto de los hombres en virtud e inteligencia; pero hoy nos gobiernen los malvados y los tontos. O, todavía peor, malvados que son tontos y tontos que son malvados, en aleación pavorosamente dañina que pagaremos –que ya estamos pagando– muy cara. También decía Santo Tomás que permitir que lo que es por naturaleza inferior rija a lo que es naturalmente superior es ‘peccatum in moribus et monstrum in natura’; es decir, algo que constituye un pecado en el orden moral y una monstruosidad en el orden natural. Pero la disolución del principio de autoridad permite que vivamos entre monstruos tan campantes; como si tal aberración no fuese a tener consecuencias.
En la República de Platón se nos cuenta que, cuando los dioses moldearon a los hombres, introdujeron diversos metales en sus almas: oro en las almas de quienes estaban capacitados para mandar, plata en las almas de sus auxiliares, bronce en las almas de los artesanos. Y añade Platón: «Pues bien, el primero y principal mandato que tiene impuesto la divinidad sobre los magistrados ordena que, de todas las cosas en que deben comportarse como buenos guardianes, no haya ninguna a que dediquen mayor atención que a las combinaciones de los metales de que están compuestas las almas». De tal modo que el discernimiento de las humanas jerarquías garantice el orden de la polis, asignando a cada persona al lugar que le corresponde en la organización social. Cuando este discernimiento no se hace, o se hace fraudulentamente, la sociedad se convierte en manicomio irrespirable: gentes inferiores conquistan la cúspide, desde la que pueden perpetrar alegremente sus desmanes; y, entretanto, las gentes superiores son masacradas por envidia de la chusma. A la conversión de la envidia en virtud cívica, por lo general envuelta en los ropajes de la «igualdad», se refiere Tocqueville en ‘La democracia en América’, donde se nos advierte que la pasión igualitarista que inspira a los tiranos, siempre deseosos de halagar las más bajas pasiones de la chusma, conduce invariablemente a la servidumbre.
Y mientras la chusma se regocija y regodea dando rienda suelta a sus bajas pasiones, las gentes inferiores que han conquistado la cúspide se dedican tranquilamente a hacer todas las vilezas que pueden. Y las hacen, además, impunemente, porque para entonces todas las categorías han sido subvertidas y todas las resistencias morales han declinado; y, mientras las hacen, sus partidarios los veneran todavía más. Así ocurrió, por ejemplo, cuando se descubrió que el doctor Sánchez se había doctorado con una tesis ignominiosa que no sólo hacia estallar los programas de detección de plagio, sino hasta los programas de detección de vida inteligente. Y así ocurre ahora, mientras se desvelan los sórdidos apaños de la catedrática Begoñísima. A cualquier persona que no haya dimitido de la razón, tales comportamientos le parecerían indecentes; pero en el manicomio en el que vivimos, donde se han subvertido por completo las jerarquías, los miserables aplauden al comprobar que sus gobernantes son truhanes y chonis como ellos mismos, desaprensivos y rastreros como ellos mismos.
Puesto a clasificar a los tontos, Leonardo Castellani consideraba que ninguno era tan peligroso como el «tonto que no se sabe tonto y encima quiere gobernar a otros». Pero el maestro argentino olvidó mencionar otra categoría aún más dañina, que es la del tonto astuto que, una vez entronizado, se torna malvado, convirtiéndose en un gobernante perverso, algo mucho más dañino que un gobernante inepto, o incluso que un gobernante autoritario. Pues el gobernante perverso, fruto natural de la subversión de las humanas jerarquías, es una «voluntad pura» que sólo se nutre de sí misma y hace todo lo que le pasa por el caletre (convencido, además, de que todo le está permitido); y mientras lo hace la chusma que lo ha encumbrado lo aplaude y jalea, con orgullo democrático. Y es que, como nos advertía Unamuno, «cuando la envidia su hiel en muchedumbre vacía / de gratitud al llamamiento sorda / suele dejarla y la convierte en horda, / que ella es la madre de la democracia». La monstruosidad que significa encumbrar a las personas de naturaleza inferior se paga cara.
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