Israel vs. Irán: el desgaste imposible de ganar
Por Marcelo Ramírez
No hay que dejarse arrastrar por la guerra psicológica. La desinformación es abrumadora y sirve a un objetivo claro: provocar la caída del gobierno iraní. A partir de allí, desarrollo una exposición técnica, sin concesiones a las versiones occidentales, para explicar por qué Israel enfrenta una guerra que no puede ganar.
Por primera vez en décadas, Israel no está enfrentando a una milicia débil ni a un Estado marginal, sino a un actor geopolítico de peso: Irán. Este nuevo escenario obliga a cambiar de paradigma. Ya no se trata de castigar con impunidad a enemigos menores, sino de sostener un enfrentamiento con un país con capacidades industriales, tecnológicas y misilísticas desarrolladas.
Se trata de una guerra sin frontera directa: no habrá invasiones terrestres. El enfrentamiento es de misiles, drones y fuerza aérea, donde la victoria no se medirá por territorios ocupados, sino por quién logra resistir más tiempo sin colapsar interna o externamente. Aquí, el primer punto clave: Israel busca una guerra relámpago. Irán se preparó para una guerra larga de desgaste.
El arsenal iraní es vasto. Según fuentes occidentales, dispone de entre 3.000 y 3.500 misiles balísticos operativos, de los cuales unos 2.000 pueden alcanzar territorio israelí. Según Teherán, esa cifra superaría los 20.000. La diferencia no es menor: del número real de misiles depende la duración de la guerra y la presión sobre los sistemas defensivos israelíes. A eso se suman misiles hipersónicos, de crucero, subsónicos, lanzadores móviles y silos reforzados a 100 metros bajo tierra. Irán diseñó su defensa para sobrevivir a bombardeos intensivos.
Israel, por su parte, cuenta con una defensa multicapa: la Cúpula de Hierro (misiles de corto alcance), la Honda de David (alcance medio) y los Arrow 2 y 3 (interceptores de largo alcance, incluso fuera de la atmósfera). También con sistemas estadounidenses como el Patriot y el THAAD. Pero estos sistemas tienen límites: no interceptan todo, se saturan y, sobre todo, son caros. Un solo día de defensa aérea puede costarle a Israel hasta 300 millones de dólares. Irán, en cambio, gasta entre 30 y 50 millones por día para mantener su ofensiva. La guerra es asimétrica también en el costo.
Irán diseñó su estrategia con una lógica clara: una primera oleada intensa de misiles para saturar las defensas, luego un descenso controlado del ritmo de lanzamiento (25-50 misiles diarios) durante 10 a 14 días, y finalmente una etapa de resistencia prolongada con ataques selectivos. China juega un papel silencioso pero clave: ya ha enviado perclorato de amonio, piezas electrónicas y apoyo industrial. Si el apoyo se mantiene, Irán puede sostener su ofensiva por semanas, incluso reconstruir capacidades mientras combate.
En este esquema, Israel necesita reabastecimiento externo constante. La reposición de interceptores, bombas guiadas, repuestos y tanqueros aéreos depende de Estados Unidos. El límite operativo israelí sin intervención directa de EE.UU. ronda los 10 días en defensa intensa y dos a tres semanas en ofensiva aérea sostenida. De allí la presión política interna por acelerar resultados.
Mientras tanto, Irán desgasta. Y lo hace desde posiciones subterráneas, con sistemas móviles, con drones lanzados por sus aliados. La superioridad táctica israelí no alcanza para destruir la red industrial iraní. Las fábricas están ocultas, los lanzadores se desplazan, los silos están protegidos. Las FDI pueden matar comandantes, destruir depósitos, lanzar ciberataques, pero no quebrar el sistema.
A medida que pasan las semanas, el costo-beneficio se invierte. Israel gasta cada vez más para lograr cada vez menos. Irán, si logra sostener la presión sin colapsar, puede capitalizar políticamente su resistencia. La población israelí, no acostumbrada a semanas enteras bajo ataque sostenido, comienza a mostrar signos de desgaste. La guerra se libra también en el plano psicológico.
Estados Unidos, por su parte, enfrenta sus propias contradicciones. La base electoral de Trump, mayoritaria hoy, rechaza nuevas guerras en Medio Oriente. La opinión pública empieza a resquebrajarse. En cambio, China no tiene presión social ni electoral. Tiene cohesión interna, capacidad productiva y una estrategia clara: debilitar a Israel sin exponerse.
Israel puede ganar batallas, pero no la guerra. Salvo que use armamento nuclear —lo que traería consecuencias diplomáticas incalculables—, no tiene forma de destruir a Irán ni de lograr una victoria decisiva. Sólo puede aspirar a desgastar, sabotear, debilitar, inducir el caos. Pero Irán ya ha sobrevivido a décadas de sanciones, sabotajes, bloqueos y aislamiento. Tiene redundancia institucional, legitimidad interna y una población diez veces mayor a la de Israel.
La guerra no es de conquista. Es de resistencia, de desgaste, de costos. Y en ese terreno, Irán tiene la ventaja. El único camino para Israel sería forzar una tregua presentable, con vigilancia internacional y un programa misilístico neutralizado. Pero eso, lejos de ser una victoria, sería un empate. Y para el relato israelí, un empate frente a Irán es ya una derrota política.
La guerra no está definida por quién lanza más bombas, sino por quién queda en pie. Y todo indica que Irán no caerá.
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