Por Sina Toossi / Foreign Policy
Doce días de guerra entre Israel e Irán dejaron un rastro de devastación en ambos países. Sin embargo, la conclusión más clara es esta: la audaz apuesta del primer ministro Benjamin Netanyahu fracasó. A pesar de lanzar una de las campañas militares más audaces en la historia de Israel, la guerra fue breve, severa y, en última instancia, no alcanzó sus objetivos declarados.
Comenzó con una ofensiva israelí meticulosamente planificada. Años de trabajo de inteligencia culminaron en una oleada de operaciones encubiertas: drones ensamblados dentro de Irán, células durmientes que detonaban bombas y asesinatos selectivos de altos mandos militares y científicos. A estos les siguieron ataques aéreos convencionales contra bases militares e instalaciones nucleares como Natanz y Fordow. Pero los objetivos de Israel se extendieron mucho más allá de la infraestructura estratégica. También se atacaron barrios residenciales, prisiones, oficinas de medios de comunicación y comisarías, lo que apunta a una estrategia más amplia destinada a sembrar el caos y fomentar la agitación interna.
El saldo humano fue alarmante. En Irán, al menos 610 personas murieron , entre ellas 49 mujeres, 13 niños y cinco trabajadores sanitarios. Otras 4.746 resultaron heridas, entre ellas 20 trabajadores sanitarios. La infraestructura médica también sufrió daños considerables, con hospitales, ambulancias y servicios de emergencia afectados. En Israel, los ataques con misiles y drones iraníes causaron la muerte de al menos 28 personas y heridas a más de 3.200. Más de 9.000 israelíes fueron desplazados y decenas de viviendas y edificios públicos resultaron dañados o destruidos.
Mientras se calma la situación, la verdadera magnitud del daño en Irán sigue siendo incierta. Esta falta de claridad revela un dilema central para Israel y sus aliados estadounidenses: el poder militar por sí solo no puede garantizar el éxito estratégico.
A pesar de la promesa de Netanyahu de desmantelar los programas de misiles y nucleares de Irán, y su apenas velada esperanza de que se produjera un cambio de régimen, Irán respondió con rapidez. Se lanzaron misiles contra ciudades y objetivos estratégicos israelíes. Después de que Estados Unidos se uniera al conflicto bombardeando las instalaciones nucleares iraníes, Teherán intensificó la situación atacando la base aérea de Al Udeid, una instalación militar estadounidense en Catar, lo que atrajo a Washington aún más a la crisis. Aunque telegrafiado y de impacto limitado, el ataque contra Al Udeid envió un mensaje deliberado: Irán podría aumentar la presión más allá de sus fronteras.
Apenas 12 días después del ataque inicial de Israel, se alcanzó un cese del fuego en términos opacos, dejando a la región en un estado de pausa incómoda.
No cabe duda de que Israel logró notables éxitos tácticos, infligiendo graves daños al mando militar y la infraestructura científica de Irán. Pero los objetivos estratégicos tienen mayor peso. Según la evidencia disponible, los objetivos principales de Netanyahu —socavar la disuasión iraní y reducir significativamente los elementos de su programa nuclear que representan el mayor riesgo de proliferación— siguen sin cumplirse.
Uno de los fallos más significativos reside en el expediente nuclear. No hay confirmación de que la capacidad de Irán para desarrollar armas nucleares se haya visto significativamente reducida. Si bien funcionarios de la administración Trump han insistido en que los ataques retrasaron años el programa iraní, las primeras evaluaciones de inteligencia estadounidenses y europeas sugieren lo contrario. Imágenes satelitales tomadas antes de los ataques mostraron camiones que posiblemente retiraban equipo sensible de sitios clave, e Irán ya había anunciado la construcción de una nueva instalación de enriquecimiento secreta y reforzada que podría permanecer intacta. Más críticamente, las reservas iraníes de uranio enriquecido al 60% y sus centrifugadoras avanzadas —los componentes esenciales para el desarrollo de un arma nuclear— parecen permanecer intactas. Como advirtieron muchos analistas antes de la guerra, verificar daños graves a la infraestructura nuclear iraní es imposible sin inspecciones sobre el terreno o una invasión a gran escala. En ausencia de ambas, el programa nuclear iraní está entrando en una fase mucho más opaca e impredecible.
Esta opacidad ya está tomando forma. Tan solo dos días después de que el presidente estadounidense Donald Trump anunciara el alto el fuego, el parlamento iraní aprobó una ley para suspender la cooperación con el Organismo Internacional de Energía Atómica. Un legislador ofreció una explicación reveladora : «¿Por qué atacaron nuestra instalación nuclear y ustedes guardaron silencio? ¿Por qué dieron luz verde a estas acciones? Hoy quieren volver a realizar inspecciones para determinar qué sitios resultaron dañados y cuáles no, para poder atacarlos de nuevo». En respuesta, Teherán parece dispuesto a adoptar una estrategia de «ambigüedad nuclear», similar a la postura que el propio Israel ha mantenido durante mucho tiempo: negarse a aclarar el alcance de su capacidad nuclear y denegar el acceso a los inspectores.
Esto marca un nuevo y peligroso capítulo. Al atacar instalaciones nucleares mientras siguen exigiendo inspecciones y sanciones, Estados Unidos e Israel han socavado la lógica de la diplomacia de no proliferación. Irónicamente, sus acciones podrían haber contribuido más a normalizar la idea de un arma nuclear iraní que cualquier medida tomada por el propio Teherán.
Si bien el resultado nuclear es incierto, la capacidad misilística de Irán quedó demostrada con total claridad. Sus misiles balísticos penetraron con éxito las defensas aéreas israelíes y estadounidenses, alcanzando bases militares, complejos de inteligencia, refinerías de petróleo y centros de investigación. Si bien la censura israelí limitó la información pública, se presentaron más de 41.000 reclamaciones de indemnización por daños relacionados con la guerra.
Los costos materiales y económicos también fueron significativos. El Aeropuerto Ben Gurión fue cerrado, la actividad económica se desaceleró drásticamente y la fuga de capitales aumentó. Los sistemas de defensa antimisiles, como el Arrow y el THAAD, se vieron gravemente afectados, y se estima que Israel utilizó interceptores THAAD estadounidenses por un valor de al menos 500 millones de dólares. El exasesor de Trump, Steve Bannon, afirmó sin rodeos que el alto el fuego era necesario para «salvar a Israel», que, según él, estaba recibiendo «golpes brutales» y se estaba quedando sin defensas. El propio Trump admitió que Israel había sido duramente golpeado y, en la misma comparecencia ante la prensa, anunció que se permitiría a China comprar petróleo iraní para ayudar a Irán a «recuperarse».
Los ataques con misiles de Irán también parecieron estar deliberadamente calibrados. Tras un ataque con un dron israelí contra una refinería de petróleo iraní en el yacimiento de gas South Pars, Irán respondió atacando una refinería en Haifa. Tras los ataques aéreos israelíes contra centros de investigación iraníes sospechosos de estar involucrados en actividades nucleares, Irán respondió atacando el Instituto de Ciencias Weizmann, cerca de Tel Aviv, una instalación que desde hace tiempo se sospecha que participa en la propia investigación nuclear israelí. Con estos ataques recíprocos, Irán pretendía demostrar su capacidad de represalia mesurada y reforzar su postura disuasoria. Cabe destacar que ambas partes se abstuvieron de atacar la infraestructura energética tras el intercambio inicial.
Más allá del campo de batalla, la guerra tuvo importantes consecuencias sociales y políticas dentro de Irán. En lugar de provocar el colapso del régimen, provocó un visible auge del sentimiento nacionalista. Para una sociedad largamente polarizada por la represión y el sufrimiento económico, la guerra se convirtió en un momento unificador, no en torno a la República Islámica en sí, sino en torno a la idea de defender a la nación de la agresión extranjera.
El momento oportuno acentuó este sentimiento de solidaridad nacional. La guerra se produjo justo cuando Irán estaba en negociaciones nucleares con la administración Trump. Muchos iraníes esperaban que la reciente elección del presidente reformista Masoud Pezeshkian, quien hizo campaña con la diplomacia y la recuperación económica como lema, condujera a un progreso significativo. En cambio, vieron a su país bombardeado mientras buscaban un acuerdo.
En respuesta, un amplio sector de la sociedad iraní —desde artistas y deportistas hasta iraníes religiosos y laicos , incluyendo a muchos de la generación Z— se movilizó para apoyarse mutuamente. Los civiles abrieron sus hogares a los desplazados. La muerte de niños, médicos y ciudadanos comunes a causa de los ataques israelíes indiscriminados reforzó la percepción de que esta guerra no se trataba de liberar a los iraníes, sino de desmembrar el país.
La arraigada creencia de muchos en Washington de que el gobierno iraní solo necesita un último empujón externo para caer ha quedado completamente desacreditada. Netanyahu lanzó esta guerra para eliminar el desafío estratégico que representaba Irán. En cambio, expuso las vulnerabilidades de Israel, intensificó el nacionalismo iraní y no logró destruir las principales capacidades militares y nucleares de Irán.
Paradójicamente, la guerra podría terminar fortaleciendo la posición de Irán tanto a nivel regional como diplomático. Mientras Trump y su enviado, Steve Witkoff, insisten en que Irán debe abandonar todo enriquecimiento de uranio, Teherán se ha mantenido firme en que el enriquecimiento es innegociable. El ministro de Asuntos Exteriores, Abbas Araghchi, ha reafirmado públicamente que Irán nunca renunciará a este derecho. Al mismo tiempo, Trump ha insinuado su disposición a flexibilizar las sanciones e incluso a permitir la compra de petróleo iraní por parte de China, presentándolo como un «gran avance» hacia la calma regional.
Estas señales contradictorias reflejan una realidad más profunda: tanto Washington como Teherán parecen cada vez más centrados en estabilizar la situación en lugar de resolver la disputa nuclear subyacente. Según CNN, la administración Trump ha mantenido conversaciones a puerta cerrada —algunas incluso durante el apogeo de la guerra— que proponen una inversión de hasta 30 000 millones de dólares para un programa nuclear civil en Irán, siempre que Irán renuncie al enriquecimiento. Estas propuestas también incluyen el alivio de las sanciones y el acceso a los fondos iraníes congelados. Si bien los funcionarios estadounidenses sostienen que el enriquecimiento cero es una línea roja, la presión para un nuevo acuerdo sugiere un cambio de prioridades.
En la práctica, ambas partes podrían estar ahora dispuestas a aceptar la ambigüedad estratégica. En lugar de exigir el desmantelamiento de la infraestructura nuclear iraní, que según Trump ya está destruida, Estados Unidos parece abierto a la desescalada mediante la diplomacia y los incentivos económicos. Por su parte, Irán parece conformarse con preservar sus capacidades existentes de forma opaca, evitando al mismo tiempo una mayor escalada. Este pragmatismo mutuo puede permitir la desescalada, pero deja sin resolver la cuestión nuclear fundamental, lo que podría resultar más peligroso a largo plazo.
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