Los católicos ante el sionismo (y III) – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada

Sesenta años después de aquel encuentro infructuoso entre Herzl y Pío X que resumíamos en nuestro anterior artículo, la Iglesia quiso cerrar (en vano) la herida que supuraba entre católicos y judíos a través de la declaración ‘Nostra Aetate’ (nº 4). Allí se establecía que «el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham», pues «la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios»; y se ponderaba el gran patrimonio espiritual común a cristianos y judíos. También se afirmaba taxativamente que, si bien «las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, […] no puede ser imputada ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras». Además, ‘Nostra Aetate’ deploraba «los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos«.

A renglón seguido, sin embargo, ‘Nostra Aetate’ recordaba que es «deber de la Iglesia en su predicación anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia», en alusión velada a la necesidad de predicar el Evangelio también a los judíos. Pero lo cierto es que los papas posconciliares renunciaron a este mandato divino («… en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra», Act 1, 8), o siquiera lo relajaron, como muestra de ‘buena voluntad’ hacia los judíos (pero ninguna ‘buena voluntad’ puede contrariar un mandato vigente sin solución de continuidad desde los tiempos apostólicos). Indudablemente, en el polaco Juan Pablo II y el alemán Benedicto XVI la influencia del trauma al que nos hemos referido en anteriores entregas actuaba como una losa sobre sus conciencias; pues, sin haber participado en ella, ambos eran contemporáneos y testigos de la persecución nazi a los judíos, lo que se tradujo en una actitud acusadamente deferente y sensible hacia ellos que a veces desembocó en excesos retóricos o incluso en muy discutibles zurriburris teológicos. Pero, en su mayoría, fueron gestos de caridad y cordialidad sinceras, superadores de atavismos cerriles; pues, como señalaba Bloy, el odio a los judíos en un católico es «el bofetón más horrible que Nuestro Señor haya recibido jamás en su Pasión que dura siempre, el más sangriento y más imperdonable, pues lo recibe sobre el rostro de su Madre».

Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI fueron hombres marcados por acontecimientos históricos que explican ciertos énfasis en la proclividad judía, que en Francisco (quien ya no había sido contemporáneo de la persecución nazi a los judíos) resultaron también muy notorios y un pelín cargantes. Aunque –lo cortés no quita lo valiente– en los meses previos a su fallecimiento, Francisco condenó sin ambages la respuesta del ente israelí al atentado de Hamás de octubre de 2023, llegando incluso a sugerir que «lo que está sucediendo en Gaza podría tener las características de un genocidio». Y es que la superación de odios y heridas históricas no puede amparar el silencio ante la inicua actuación del ente israelí con los palestinos, desposeídos violentamente y privados contra todo derecho de una patria y un hogar; y mucho menos ante las matanzas execrables que en los últimos años se han perpetrado en Gaza, así como ante las hambrunas y éxodos obligados que se están imponiendo a los palestinos supervivientes, despojados de hogar y de medios de vida y amputados de sus diezmadas familias. Estas matanzas constituyen una piedra de escándalo que interpela gravemente a los católicos.

Desde luego, un católico debe abominar de las matanzas de judíos perpetradas durante la Segunda Guerra Mundial y debe contribuir a mantener viva su memoria, para que no se repitan; y del mismo modo debe actuar ante otras matanzas que, misteriosamente, han sido envueltas en la nebulosa del olvido, sin memoriales ni museos que las recuerden, sin prensa ni historiadores que las denuncien. Y entre esas matanzas aberrantes debe prestar especial atención, antes que a las matanzas pretéritas en las que las generaciones presentes ninguna culpa tuvieron, a las matanzas que se desarrollan en nuestro tiempo, empezando por la matanza de inocentes en el vientre de sus madres, convertida en abyecto derecho de bragueta amparado por leyes democráticas, así como las matanzas silenciosas de católicos que grupos islamistas (por lo común promovidos y hasta patrocinadas por el anglosionismo) están perpetrando en diversos arrabales del atlas. Y entre esas matanzas actualísimas que deben interpelar a los católicos mucho más que las matanzas pretéritas con las que se les trata de traumatizar se cuenta, desde luego, la matanza que están padeciendo los palestinos.

Ningún católico tiene por qué cargar sobre su conciencia con un lastre de crímenes en el que la Iglesia no estuvo institucionalmente implicada (salvo como víctima, pues muchos hijos suyos fueron masacrados), por mucho que algunos ‘católicos’ los apoyaran, como ahora otros ‘católicos’ (acaso los hijos y nietos de aquéllos, o sus discípulos) apoyan otros crímenes actualísimos que han sido notorios desde el primer día y que demandan atención y justicia perentoriamente. Y, por supuesto, un católico puede mantener firme la opinión de que la invención del estado de Israel es una iniquidad, sin que por ello se le pueda tachar de antisemita ni parecidas calumnias que tanto gustan de divulgar los ‘católicos’ que hoy apoyan y aplauden las matanzas de palestinos, como sus maestros y abuelitos aplaudieron las matanzas de judíos. Y es que el fariseísmo, en sus grados más extremos y diabólicos, siempre ha gustado de aplaudir los crímenes más aberrantes, mientras señala y persigue a los verdaderos creyentes.

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