Revolución de color en casa: Estados Unidos se autodestruye – Por Marcelo Ramírez

Por Marcelo Ramírez

El asesinato de Charlie Kirk no es un hecho aislado. No es una anécdota policial, ni un acto de locura de un joven suelto. Es, en realidad, una ficha más que se cae en el tablero de la confrontación global. La noticia viene servida con los condimentos habituales: un supuesto tirador solitario, pruebas que aparecen a tiempo, un familiar que lo denuncia, mensajes en Discord, un rifle hallado y un auto gris. Todo encaja, como si lo hubieran escrito con plantilla. A Tyler Robinson, un joven de 22 años, lo señalan como el autor. ¿Confesó? No. ¿Hay certezas absolutas? Tampoco. Pero en Estados Unidos ya no hacen falta. Lo importante es el relato, el marco, el clima.

La prensa habla de casquillos con frases antifascistas, otros dicen que también había mensajes trans. En Discord, según dicen, habría comentado que fue a buscar un rifle y luego pensaba deshacerse de él. La imagen pública ya está armada: un joven con perfil liberal, radicalizado, posiblemente vinculado a la agenda Antifa. Lo que no se dice, o no se quiere decir, es que el crimen tiene una carga política innegable. No importa si Robinson apretó el gatillo o si fue inducido por otros. Lo central es que se ha creado el contexto ideológico perfecto para que alguien como él actúe.

La estrategia es conocida. Se selecciona a un individuo con un perfil psicológico frágil, se lo moldea, se lo empuja, se lo arma simbólicamente, y luego se lo suelta. Cuando cumple su cometido, queda solo. Y si sobrevive, será el único rostro visible. El resto, los verdaderos responsables, los que instigaron, los que armaron el escenario, se borran del mapa. Entonces aparece la prensa, la misma que calla genocidios, a decir que estamos ante un lobo solitario. Lo mismo de siempre. Pero hay más. Porque detrás de cada hecho de este tipo hay algo más profundo. Dugin lo expresó con claridad: el asesinato de Kirk demuestra que MAGA y Rusia están en el mismo frente, una guerra civil global contra la élite liberal-globalista. No es un simple asesinato. Es una declaración de guerra. Una señal de que se está dispuesto a matar para defender una cosmovisión. ¿Quién está en la mira? Todo aquel que se oponga al programa cultural y político de esta élite. Y lo más notable es que quienes debieran denunciar esto, quienes se dicen anticolonialistas o defensores de la soberanía, repiten el discurso de los asesinos.

Charlie Kirk fue convertido en un objetivo porque representaba a una parte de los Estados Unidos que no quiere guerras, que no quiere más globalismo, que no quiere destruir su identidad. Apoyó a Trump, criticó a Ucrania, denunció la política israelí, pidió que se publique la lista de Epstein, incluso aunque eso pudiera perjudicar al propio Trump. Pero nada de eso le importa a la maquinaria mediática. Para ellos es un homofóbico, un racista, un nazi. Palabras vacías repetidas para justificar el odio. Porque si alguien no repite los dogmas woke, entonces merece la muerte. MAGA no es Trump. MAGA es la América profunda, el aislacionismo, el pueblo que aún conserva un mínimo de sentido común. Es el último bastión que impide que Estados Unidos se transforme por completo en una herramienta del caos global. Por eso hay que destruirlo. Y el asesinato de Kirk funciona como excusa perfecta para disciplinar a los que aún dudan. Si no te alineás, sos el próximo. La violencia no se oculta, se celebra. No hay minuto de silencio. No hay duelo. Hay aplausos, burlas, justificaciones. El asesinato como forma de control ideológico.

Dugin tiene razón en algo más. Este crimen radicaliza. Cierra filas. Ordena el frente. La derecha estadounidense, que venía fragmentada, va a responder. Porque cuando la violencia se vuelve explícita, ya no hay espacio para matices. Esto es lo que buscan. La reacción. Y lo que viene después: el ciclo de provocación, represión, indignación, y otra vez provocación. Es la técnica de las revoluciones de color, aplicada dentro de Estados Unidos.

El método es conocido. Se deslegitima al poder ridiculizando, se movilizan masas entrenadas por ONGs, se fabrican mártires, se provocan reacciones, se amplifica el discurso con medios aliados. Así se hizo en Serbia, en Georgia, en Ucrania. Y ahora lo intentan en casa. No para mejorar a Estados Unidos, sino para destruirlo desde adentro. No para fortalecer la democracia, sino para someterla a una agenda extranacional que necesita el caos como combustible. La idea no es solo derrocar a Trump. Es provocar una fractura irreversible. Una guerra civil de baja intensidad, molecular, como la llama Dugin. Todos contra todos. Conservadores contra progresistas. Blancos contra negros. Hombres contra mujeres. Heterosexuales contra trans. Armar el desorden para poder dominar sobre las ruinas. Mientras tanto, desde el Departamento de Estado se amenaza con revocar visas a quienes banalicen el asesinato. El mensaje es claro: el que no se arrodilla será castigado. Pero lo que no pueden controlar es la reacción de la sociedad armada. Porque Estados Unidos no es Europa. Acá hay decenas de millones de ciudadanos dispuestos a defenderse. Si los empujan, responderán. Y eso es lo que quieren. Que la derecha reaccione, que se arme, que salga a la calle, para poder acusarlos de terrorismo doméstico y así desmantelar todo vestigio de oposición.

Hay algo más siniestro. Si el conflicto escala, si la fractura se agrava, si el país colapsa, hay un punto crítico: el arsenal nuclear. Ya ocurrió en la Unión Soviética. La descomposición interna desató una lucha por el control del botón rojo. Si algo similar pasa en Estados Unidos, se abre la puerta a lo impensable. Y ese riesgo es, precisamente, una herramienta de negociación. Mostrar el caos, el descontrol, el peligro, para forzar al mundo a aceptar las reglas del juego globalista. El asesinato de Charlie Kirk no es un hecho policial. Es un episodio dentro de una ingeniería del consentimiento cuidadosamente diseñada. Crear mártires, simbolizar la violencia, manipular emociones, para avanzar en un modelo de control total. Una revolución de color sin necesidad de tanques ni guerrillas. Solo hace falta narrativa, redes sociales, y un puñado de cadáveres bien seleccionados.

El problema es que esta vez, tal vez, no sea suficiente. Porque la sociedad estadounidense no es la misma que en los 70. Porque hay millones que ya entendieron que el enemigo no está en Moscú ni en Teherán, sino en su propio patio. Porque los símbolos ya no alcanzan para tapar la sangre. Y porque la muerte de Kirk puede ser el inicio de algo que ya no se puede detener.

Las élites están jugando con fuego. No buscan la paz. No quieren acuerdos. Quieren imponer su visión por la fuerza. Y el que se oponga será silenciado, cancelado o asesinado. Pero cada crimen deja una marca. Y cada mártir construye una muralla. La pregunta no es si esto es el comienzo de una guerra civil. La pregunta es cuánto tiempo más se va a permitir que una minoría violenta, cínica y decadente destruya lo que queda de civilización. Ya no hay lugar para la tibieza. La realidad lo está dejando claro: el futuro se definirá entre quienes quieren vivir y quienes necesitan matar para seguir gobernando. Y esta vez, la batalla no será simbólica.

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