
Repipón Albares
Por Juan Manuel de Prada
Ha causado indignación en ciertos ámbitos una alocución del ministrillo Albares, durante la cual ha reconocido y lamentado el «dolor e injusticia hacia los pueblos originarios» infligidos por los españoles. La alocución, tremendamente repipi y topiquera, me ha causado –debo confesarlo– más alipori que indignación. Que hubiese algunos españoles que actuaron cruel o injustamente contra los indígenas de Nueva España parece algo evidente; tan evidente como que enfrente hubo otros españoles –sobre todo frailes– que denunciaron sus abusos; y, por encima de unos y de otros, unos reyes españoles que dictaron unas leyes de Indias humanísimas, sin parangón en la época. Recordemos que, en su testamento, Isabel la Católica dejó ordenado a su esposo y a sus sucesores que «pongan mucha diligencia, y que no consientan ni den lugar a que los indios reciban agravio alguno ni en su persona ni en sus bienes». Recordemos también que el emperador Carlos I, conmovido por las denuncias de abusos de Las Casas, ordenó detener las conquistas en el Nuevo Mundo y convocó en Valladolid una ‘controversia’ que estableciese el modo más justo de llevarlas a cabo.
Por otro lado, puestos a desempolvar ‘dolores e injusticias’ infligidos a los ‘pueblos originarios’, resultan mucho más crueles los que los aztecas infligían a los tlaxcaltecas, cholulanes, totonacas, texcocanos, huejotzincas, chalcas, acolhuas, otomíes, zapotecas o mixtecas. Recordemos que Moctezuma y sus muchachos arrancaban los corazones de sus víctimas, que arrojaban sobre las duras piedras de Teotihuacán todavía palpitantes como pájaros aturdidos, antes de inclinarse para beber a morro sangre de sus carótidas y abandonar allí los cadáveres, para pitanza de zopilotes. De todo este ‘dolor e injusticia’ fueron liberados los ‘pueblos originarios’ de México por los españoles; y, como muestra de gratitud, todos estos ‘pueblos originarios’ combatieron durante años, codo con codo, al lado de los escasos quinientos españoles que acompañaban a Cortés.
Una nación no se define por los abusos que hayan podido cometer sus peores hijos, sino por los principios que ha sustentado. Por lo demás, esos abusos de hace quinientos años son consecuencia inevitable de la falible naturaleza humana, herida por el pecado original. Lo verdaderamente importante es que tales abusos no fueron respaldados por leyes, ni protegidos por reyes o arzobispos; no fueron, en fin, abusos institucionalizados (como lo fueron, por ejemplo, en las colonias inglesas), que serían los únicos que un gobernante debería reconocer y lamentar. Reconocer y lamentar abusos fruto de la débil naturaleza humana que no fueron respaldados institucionalmente, sino perseguidos y castigados, es, amén de cursi, un brindis al sol que, lejos de servir para sanar heridas, las encona, excitando el victimismo de los bellacos. Que tal vez era lo que buscaba el ministrillo, con ese tonillo repipón y curiambro que se gasta.

