IA: productividad sin consumo, el cuello de botella final del capitalismo – Por Marcelo Ramírez

IA: productividad sin consumo — el cuello de botella final del capitalismo
Por Marcelo Ramírez

La pregunta ya no es si la inteligencia artificial existe o si “funciona”. El negacionismo quedó viejo. La IA opera, desplaza, abarata y reconfigura. Lo que todavía muchos no quieren admitir es la magnitud del impacto: no es un simple cambio de herramientas, es un cambio de base. Y cuando cambia la base, se cae el castillo de naipes construido sobre ella. Nuestro sistema social se construye a través del trabajo; si el trabajo humano deja de ser necesario en masa, el resto de las relaciones se desmorona por arrastre. Sin trabajo no hay consumidores, sin consumidores no hay mercado.

Durante años repitieron el mantra desde los medios presuntos “expertos”: “como con la revolución industrial, desaparecerán algunos empleos y nacerán otros que aún no conocemos”. Pero no tuvieron en cuenta que ahora la diferencia es cualitativa: antes cambiaban las formas del trabajo; hoy, directamente, se prescinde del trabajador. El resultado ya se ve en números: en octubre, una consultora privada informó 154.600 despidos en EE. UU., un salto del 84 % respecto de septiembre y el máximo desde 2003. Los motivos que declaran las empresas justificando los despidos no son un misterio: automatización, recortes para redirigir presupuesto a tecnología e integración de IA en logística y administración. Se empieza por lo simple: eliminar plantillas humanas cuando un software hace lo mismo sin exigir vacaciones, sin ausentismo, sin conflictos gremiales, sin enfermedades. Esto recién comienza.

El cálculo empresario es elemental. Si una máquina “cuesta” 10 000 y reemplaza cinco sueldos de 1 000 al mes; se amortiza en dos meses. Del mes tres en adelante, baja estructural de costos y sin el “riesgo humano”. Esa aritmética, llevada a escala por gigantes que operan con márgenes finísimos, es la sentencia para el resto: quien no invierte en tecnología, queda fuera del mercado. Por eso vemos ajustes masivos en marcha: Amazon, UPS, Paramount, Target y otras mega empresas rediseñan sus sistemas. Los balances trimestrales y los reportes al Departamento de Trabajo del gobierno de los EE. UU. dicen lo mismo: se integra IA en procesos y se reducen plantillas. De hecho, esa integración comienza a ser una exigencia interna empresaria.

En el corto plazo, la foto puede engañar: los beneficios corporativos suben, el gasto en salarios cae, la “productividad” mejora y los resultados son buenos, por lo que los índices bursátiles se disparan. Pero el mercado no es un globo infinito: despedir asalariados achica la demanda que justificaba la producción. Si millones pasan a empleos de menores salarios o simplemente, al desempleo, consumen menos; si consumen menos, se recorta producción; si se recorta producción, se necesitan más despidos. Círculo vicioso económico de manual.

El sistema entra en una recesión autoinducida: balances más lindos hoy, menos mercado mañana. La desconexión ya es visible: bolsas en máximos por la expectativa tecnológica, economía real enfriándose junto a una creación neta de empleo que se desploma (de 250.000 contrataciones mensuales en 2023 a 150.000 ahora) y la tijera “tecnológica” ganando terreno.

Nada de esto es “apocalipsis” literario. Es dinámica de sistemas. El capitalismo moderno se sostuvo en un equilibrio básico: trabajo – ingreso – consumo – producción. Roto el primer eslabón de la cadena, colapsa todo el circuito. La IA profundiza la ruptura al mismo tiempo que multiplica la capacidad productiva. Tendremos más bienes a menores costos, con menos gente pudiendo comprarlos. Abundancia material con pobreza estructural. Un escenario inédito: no falta producción, faltan mecanismos para distribuir el valor creado. La ideología capitalista reflejada en un pensamiento ético y moral del tipo “si no trabajás, no merecés”— se estampa de frente contra máquinas que producen a costo marginal tendiendo a cero.

La política llega tarde, si llega. No hay conciencia, ni voluntad, de amortiguar el proceso. En algunos casos, se propone incluso extender jornadas como si sobreexplotar a la franja que aún conserva empleo resolviera algo. El problema no es productivo, es distributivo, no hay compradores con dinero suficiente. Resultado es obvio: un núcleo sometido a presión constante, un ejército de reserva creciendo (pero que es una reserva sobrante, que no será llamada a filas en el futuro) y un consumo más y más deprimido. Pretender “competitividad” licuando salarios en medio de sustitución algorítmica de la IA, es ayudar a cavar el pozo más rápido.

Queda, entonces, el frente sistémico: previsión social y educación, como estandartes de un presente inviable ya. Los sistemas jubilatorios apoyados en aportes del trabajo activo están condenados si el trabajo cae de manera estructural, porque esa era la lógica de mediados del siglo XX. La única salida posible y lógica es reanclar su financiamiento en la productividad del capital tecnológico, no en el número de trabajadores aportantes: una fracción directa de los beneficios generados por automatización, IA y por qué no, el sistema financiero, que hoy captura rentas extraordinarias sin obligación simétrica deben soportar a carga. No es algo que se puede debatir mucho, o se hace eso o el resultado es la quiebra del sistema jubilatorio, antesala de la quiebra generalizada.

Lo mismo sucede con la educación: durante ya siglos ideó una formación que abastezca el engranaje productivo. Si dicho engranaje ya no requiere millones de trabajadores, seguir fabricando seres para ser empleados de un sistema que no los va a emplear es sadismo burocrático o, si lo quieren términos más economicistas, un desperdicio de recursos. Solo queda entonces educar para preservar lo humano: pensamiento crítico, ética, sensibilidad, creatividad, comunidad, espiritualidad. No tiene sentido educar masivamente, solo es necesario un 5% como ha comenzado a hacer Palantir, la empresa que lidera el mercado estratégico y prospectivo. El 95% queda desechado, material sobrante.

En consecuencia, lo que urge es discutir el poder. Porque esta transformación no sucede en el vacío: alguien decide a qué servirá la IA, con qué sesgos, bajo qué marco jurídico y con qué propiedad. En Occidente, la respuesta es transparente: socializar el riesgo, como pide Sam Altman, el CEO de Open AI, quien mientras se construye su humilde vivienda de 25.000 m², pide que el Estado de EE. UU. aporte un billón de dólares al desarrollo de la IA.

Se pide al Estado que ponga cheques de magnitudes astronómicas para “competir con China”, pero sin discutir propiedad ni gobernanza sobre la infraestructura cognitiva. Algo es cierto, China ya está superando a EE. UU. y la IA es una herramienta estratégica para cualquier nación, solo se puede mantener la ilusión a ese costo. El problema es que la factura va al contribuyente; pero la conducción queda en manos privadas. Un modelo que los argentinos conocemos muy bien, el Estado hace el esfuerzo para que el negocio lo haga un empresario.

La lectura es estratégica: la IA es infraestructura soberana, como la energía o Internet, dice Altman con razón. Se integra al plexo estatal de planificación y se orienta a objetivos nacionales. Pero la verdadera decisión sigue en manos de él, de Altman. El poder real que dará la IA queda en manos privadas, los costos y el riesgo son comunes.

Quien controle datos, cómputo y modelos, condiciona monedas, logística, deliberación pública, defensa y justicia. ¿Puede eso “quedar” en manos de un puñado de corporaciones con incentivos fiduciarios, el control de algo tan poderoso? Creerlo es un suicidio civilizatorio. Un Estado que no controla su infraestructura cognitiva es un mero espectador de dinámicas que otros deciden, porque alguien va a decidir finalmente y ese será el que construya el mundo a su antojo.

Lo mismo vale para la justicia: ya hay automatización de análisis, borradores de demandas y cribado de sentencias con el aporte de la IA. Negar que el siguiente paso no es la decisión asistida, sino el reemplazo total de la participación humana por la algorítmica, es negar la flecha del tiempo. La pregunta no es si va a ocurrir, se hará en poco tiempo y se sostendrá en aras de la velocidad de la Justicia, la honestidad y la eficiencia.

Claro que hay asimetrías en el proceso de sustitución humana por IA. Un plomero seguirá teniendo trabajo por más tiempo que un administrativo promedio: la robotización integral de tareas manuales, heterogéneas y baratas todavía es antieconómica. Pero ese alivio es relativo: si la clase media asalariada cae, ¿quién paga al plomero? La marea baja para todos; a algunos les llega antes, otros después.

La nostalgia de la “vida autosuficiente” en un mundo hipercomplejo también engaña: vivir hoy requiere redes energéticas, sanitarias, farmacológicas y tecnológicas que no nacen de la nada. Sin industria, la odontología se volvería una pesadilla, la medicina y la alimentación nos llevará a una expectativa de vida de una fracción de la actual. ¿Alguien cree que se puede realmente alimentar y curar a todos? ¿Ocho mil millones sobrevivirán en modo siglo XV? Fantasía pura que se desvanecerá rápidamente.

El sector financiero, mientras, juega su partido: liquidez inyectada en fase expansiva, burbuja tecnológica que se infla y una Reserva Federal atrapada en su propia trampa. Voces del establishment ya admiten el final del gran ciclo de deuda. Lo que viene es manual de burbujas: los balances resistirán un tiempo con recortes y mejoras de eficiencia; la demanda, no. Cuando el mercado se achica por falta de consumidores solventes, los múltiplos se recalculan, de la manera más brutal para las mayorías.

La política profesional, tal como la conocemos, también entra en zona de turbulencia. Si sistemas automatizados pueden administrar con precisión y sin coimas lo que hoy gestionan ministerios enteros, con mayor eficiencia y velocidad, ¿qué sentido tiene la casta como intermediación eterna? La representación no desaparece inmediatamente, pero el formato se vuelve obsoleto frente a plataformas capaces de procesar millones de variables con trazabilidad y el resultado también es previsible.

Los que hoy creen que la tecnología los hará prescindibles, se contentan con combatir muñecos de paja; cuando despierten, el expediente ya lo habrá resuelto un motor que no pide cajas negras.

Seamos claros, no se trata de frenar la IA. Eso es tan útil como pretender detener un río con las manos. El problema es de ingeniería política: canalizar su flujo. Donde se la contiene con diques, se acumula y finalmente se rompe; donde se la conduce con canales y compuertas, sirve para el riego.

Hay solo dos ejes que importan: ¿al servicio de quién? y ¿según qué principios opera? Si la respuesta es “de intereses privados, con lógicas de maximización de rentas”, tendremos una distopía estable: productividad sin consumo, eficiencia sin humanidad, vigilancia sin ciudadanía. Si la respuesta es “bien público estratégico, con gobernanza transparente, auditoría y reparto de beneficios”, la IA puede ser el instrumento más poderoso para reorganizar un mundo que, de otro modo, colapsará en su propio éxito técnico.

Todo lo demás, como conferencias, eslóganes, guerras culturales de cotillón, es ruido de superficie. La cuestión es quién toma el timón. Porque si se lo entregamos a los mismos de siempre, con los mismos incentivos, el resultado está escrito. Un Estado puede fallar; un Estado también puede aprender, corregir, imponer reglas y sostener redes cuando el mercado se queda sin aire. No es un fetiche, es arquitectura de supervivencia. Y en esa arquitectura, la IA no es un juguete más: es la viga.

La ventana temporal es corta. No hablamos de medio siglo: hablamos tal vez de un lustro. O se encara ya la discusión de fondo, propiedad, control, financiación social de beneficios tecnológicos, rediseño previsional, reorientación educativa, o el sistema seguirá avanzando por inercia hacia su cuello de botella final: abundancia sin acceso y quiebra final, caos y un mundo distópico que espera al final del camino. El resto retórica vacía.

La inteligencia artificial no viene a “ayudarnos” ni a “destruirnos” por sí sola. Viene a exponer lo que somos. Si elegimos que sea un látigo, nos azotará. Si elegimos que sea un arado, sembrará.

Pero hay que elegir, y para elegir hace falta poder. Allí está la clave urgente: para tener poder, hay que dejar de tercerizar el futuro y asumir nuestras propias responsabilidades.

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