Alejandro Álvarez, en el Atalaya – Por Diego Chiaramoni

Por Diego Chiaramoni

A Leo Cajal por su criollez.

A Pablo Souto y Juan Petrini, torospampas de la Argentina pendiente.

Un hombre es su memoria. Cuando uno ha desandado ya un largo trecho del camino, comprende aquello de Baudelaire: “¡Qué grande es el mundo a la luz de las lámparas, y qué pequeño a la luz de los recuerdos!”.

Seguramente era un martes por la tarde, en Buenos Aires. El escenario, uno de esos antiguos edificios de estilo que circundan al Congreso Nacional. Dos compañeros y yo llegábamos desde el sur del conurbano bonaerense, de ese sur mítico y fabril que Roberto Arlt pintó en Los siete locos y que Scalabrini inmortalizó camino a la Plaza, un 17 de octubre de 1945. Es que nosotros también, de alguna manera y por bien de familia, brotábamos de los pantanos de Gerli y más allá. Un ascensor, una puerta abierta, una sala con una mesa larga y ese inconfundible aroma a madera antigua perfumando el ambiente. En una de las paredes, un afiche del Sindicato Ferroviario La Fraternidad: “No jodan con Perón”. En otra pared un cuadro con Perón y otro con evita, en el medio, una imagen de Juan Pablo II vestido de rojo. En la cabecera de la mesa, un hombre todo cuerpo y todo espíritu. El lenguaje de las pupilas, en algunas almas, revela que la palabra puede esperar, que primero es el estar. De repente, se hizo un silencio entre el bullicio suave de algunas voces y la voz ronca de aquel hombre sonó como una gota espesa en un cántaro con agua. Aquel hombre era Alejandro Álvarez, el “gallego” Álvarez, fundador y jefe de Guardia de Hierro, patriota y peronista. Don Alejandro tenía esa cualidad que en contados hombres asoma: la autoridad. La autoridad jamás se impone, sino que se irradia, brota, emerge y suena como los leños que se queman en una salamandra y que crepitan por naturaleza, no por vanidad. A su lado, otro gran argentino, su buen Sancho Carlos González Barbieri. Ambos formaban un contrapunto perfecto, como Enrique Campos y el Tata Floreal Ruiz en la Orquesta de Francisco Rotundo. El Gallego Álvarez hablaba y González Barbieri glosaba con una acompasada mixtura de barrio y espiritualidad. En la boca de Alejandro Álvarez redescubría yo algunas palabras y otras, sonaban nuevas, reveladoras, con peso ontológico: “organización”, “Movimiento Nacional” “régimen”, “contracultura”, “pueblo”, “verdad”.

Yo, que en aquel momento devoraba páginas marechalianas, me figuraba incoado en alguna de sus novelas. Allí, como en Megafón, también se hablaba de la batalla terrestre y la batalla celeste, de la necesidad que la Argentina, como la serpiente, mude su piel para dar lugar a la nueva y definitiva piel, aquella que debía portar el germen de la eternidad.

Álvarez habló en aquella oportunidad sobre las necesarias diferencias entre ideología y doctrina, sus implicancias en la actualidad, pero en constante referencias al pasado clásico. Desde la Orestía de Esquilo hasta los acantilados de mármol de Jünger; desde el abordaje de la guerra en Von Clausewitz, hasta los Apuntes de historia militar de Juan Perón y desde el Martín Fierro hasta las Cartas de San Pablo, todo aquello desfilaba en sólida sinfonía.

Cuando los aportes del resto de los compañeros empezaron a tomar cuerpo en la reunión, Alejandro Álvarez me preguntó: – “Y vos pibe, ¿qué opinás como filósofo?”. Yo no sabía si aquello era una caricia para romper mi mutismo o una auscultación intelectual, pero me animé a hablar: “Yo creo que la ideología es la almohada donde se duerme la inteligencia, porque te entrega el mundo ya interpretado y te quita la capacidad de pensar. La ideología esconde siempre una voluntad de poder”. El Gallego lo miró a González Barbieri e hizo un gesto de asombro y aprobación, era mi carta de presentación ante la mirada inquisidora (aunque siempre cariñosa) del Jefe de Guardia de Hierro.

Los encuentros se prolongaron durante 2 o 3 años. Entre la escucha y la intuición fui develando algo de aquel misterio acaecido en San Nicolás, de la presencia de la Virgen y el destino de la Argentina, de la necesaria consustancialidad entre fe y política y de un elemento que me sorprendió: la necesaria libertad de creación y acción que Alejando daba a los suyos.

En un Café cercano, una tarde de invierno antes de la reunión, me contó algunas cosas sobre Rodolfo Walsh, sobre el asesinato de Rucci y la vocación política de Guardia, hasta tuvo tiempo para recomendarme, con detalles, la lectura de un libro. Usted, lector, puede pensar que la recomendación era un libro de Perón, de Hernández Arregui, de Amelia Podetti o de Fermín Chávez, ¡No, Alejandro Álvarez me recomendó a Mallea, un liberal! Me dijo aquella tarde: – “Tenés que leer Historia de una pasión argentina” y allí está el libro, lo observo desde esta mesa en la cual escribo, yace allí entre otros libros, todo subrayado y con algún boleto de tren señalando alguna página.

En aquel piso de la calle Irigoyen, Don Alejandro me contó una anécdota sobre Perón en Madrid. Luego de una reunión con el General, un compañero al salir fue por su sobretodo. Al intentar ponérselo, no encontraba la manga tirando puñetazos hacia atrás. Perón le dijo: “- ¡Permítame! En la lucha del hombre contra el sobretodo, yo estoy del lado del hombre”.

Por el calor referencial que el Gallego Álvarez irradiaba, conocí una tarde a Julio C. González, Secretario Legal y Técnico de la Nación entre 1974 y 1976, el mismísimo hombre que subió al helicóptero con Isabel Perón en Casa Rosada la madrugada del 24 de marzo de 1976, para luego ser devorado por la noche. Por Alejandro Álvarez, la mañana del 4 de septiembre de 2007 me recibió en su despacho de la Avenida Paseo Colón, Don Pedro Bevilacqua, Subdirector del Archivo General de la Nación. Bevilacqua se puso a mi disposición y café mediante, me regaló su libro “Hay que matar a Perón”, un lúcido trabajo documental sobre aquel trágico y lluvioso 16 de junio de 1955. En la dedicatoria me trataba de “compañero”, es decir, de igual a igual.

Un sábado al mediodía, junto a un grupo de compañeros y con la venia de nuestro Rector Carlos Pesado Palmieri, hombre magnánimo si los hay, invitamos a un asado al Gallego Álvarez y sus más allegados en nuestro Lomas de Zamora. Las postales de aquella jornada quedarán para siempre en las retinas de nuestras almas.

Y el tiempo pasó, y los rumbos intelectuales de los hombres a veces se bifurcan, como los caminos de un bosque. En rigor de verdad, Don Alejandro y aquel grupo megafoniano, interpretaron el velatorio de Néstor Kirchner como una inequívoca epifanía del pueblo argentino y junto a ello, el surgimiento de una nueva jefatura, nosotros no lo entendíamos así. Unos años más tarde, en 2013, me animé a decirle a una alumna, joven militante del Movimiento Evita: “recuerde que esta señora a la que usted idolatra, va a firmar la partida de defunción del justicialismo”. No sé a quién dará la razón el tiempo, aunque sí me gustaría saber que hubiese opinado hoy Don Alejandro sobre la elección de Alberto F. y sobre la manito levantada de la señora en cuestión para decirle sí al aborto, de madrugada, como hacen los ladrones, en aquel penúltimo día hábil del 2020, año cruel para muchos y de profundas pérdidas para mí.

Lo cierto es que esta noche me senté a escribir pensando en aquel maestro que se fue un 4 de junio, como no podía ser de otra manera, un 4 de junio. Decía Papini, que cada héroe es siempre aquel despierto en un mundo de dormidos. Alejandro Álvarez jamás se permitió el sueño en el atalaya porque siempre estuvo de “Guardia”, y como discípulo fiel, libró el buen combate… hasta el final.

Diego Chiaramoni

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