Por Ricardo Vicente López
Parte XV (a)
Francis Fukuyama, un famoso analista político conservador norteamericano, publicó en enero de 2021 un artículo titulado Rotten to the Core? How America’s Political Decay Accelerated During the Trump Era (“¿Podrido hasta la médula? Cómo la decadencia política norteamericana se aceleró durante la era Trump“), buscando las raíces del inédito intento de toma del Capitolio ocurrido unos días antes, alentado por el propio Trump:
«Mientras tanto, las condiciones subyacentes que provocaron esta crisis permanecen sin cambios. El gobierno de Estados Unidos todavía está capturado por poderosos grupos de élite que distorsionan la política en su propio beneficio y socavan la legitimidad del régimen en su conjunto. Y el sistema sigue siendo demasiado rígido para reformarse. Estas condiciones, sin embargo, se han transformado de maneras inesperadas. Dos fenómenos emergentes han empeorado enormemente la situación: las nuevas tecnologías de las comunicaciones han contribuido a la desaparición de una base fáctica común para la deliberación democrática, y lo que alguna vez fueron diferencias políticas entre las facciones “azules” (demócratas) y “rojas” (republicanos) se han endurecido hasta convertirse en divisiones sobre la identidad cultural».
Y agregaba Fukuyama:
«En teoría, la captura del gobierno estadounidense por parte de las élites podría ser una fuente de unidad, ya que enfurece a ambos lados de la división política. Desafortunadamente, los objetivos de esta animadversión son diferentes en cada caso. Para la gente de izquierda, las élites en cuestión son corporaciones y grupos de interés capitalistas (compañías de combustibles fósiles, bancos de Wall Street, multimillonarios de fondos de cobertura y mega-donantes republicanos) cuyos lobbistas y dinero han trabajado para proteger sus intereses contra cualquier tipo de control democrático. Para los de derecha, las élites malignas son los agentes del poder cultural en Hollywood, los principales medios de comunicación, las universidades y las grandes corporaciones que defienden una ideología secular ‘woke’ que está en desacuerdo con lo que los estadounidenses conservadores consideran valores tradicionales o cristianos. Incluso en áreas donde uno podría pensar que estos dos puntos de vista se superpondrían, como las crecientes preocupaciones sobre el poder de las gigantescas empresas tecnológicas, las preocupaciones de ambas partes son incompatibles. La América demócrata acusa a Twitter y Facebook de promover teorías de conspiración y propaganda trumpista, mientras que la América republicana considera que estas mismas empresas tienen un prejuicio irremediable contra los conservadores».
Son notables algunos paralelismos de ese momento norteamericano con el emergente discurso mileísta. Y también con algo mucho más importante: la captura de las instituciones políticas y de los principales partidos por parte de las élites corporativas.
El destacado politólogo y filósofo norteamericano Sheldon Wolin (1922-2015), autor de reconocidos textos mainstream sobre teoría política, publicó en 2008 su libro Democracy Inc., algo así como Democracia S.A. Como hombre de formación profundamente liberal, en el sentido estadounidense del término, se sintió obligado a reflexionar sobre lo que estaba observando en los Estados Unidos de George Bush Jr.
A partir de un amplio análisis sobre los aspectos centrales de la vida política norteamericana, llegó a la conclusión de que su país se encontraba en camino a lo que denominaba “totalitarismo invertido”, es decir una versión totalmente novedosa del totalitarismo, en la cual todas las instituciones democráticas habían sido absolutamente distorsionadas –pero no eliminadas–. Hasta lograr una forma de gobierno totalmente funcional a los intereses y preferencias de las corporaciones, pero en el que aparentemente se seguían cumpliendo las reglas formales de la democracia.
Observando ciertas reacciones llamativamente unánimes de la sociedad norteamericana, el autor mira hacia la prensa y sostiene:
«El mercado extremadamente estructurado de las ideas manejado por los conglomerados de medios… está dominado por los vendedores; los compradores se adaptan a lo que esos mismos medios han definido como la ‘tendencia general’. La libre circulación de la ideas ha sido reemplazada por una circularidad dirigida».
Cuando repasa la función histórica de las persecuciones anti-comunistas, Wolin realiza una acotación pertinente para la Argentina de las últimas dos décadas:
«La versión interna del anticomunismo apuntaba a blancos aún mayores, supuestamente conectados: la democracia social, el poder de los sindicatos, las ideas anticapitalistas que se asociaban con el New Deal y el liberalismo político que se identificaba con el entorno académico y los medios. Se usaba la categoría de comunista para ‘ensuciar’… a esos blancos bien se los tildaba de simpatizantes del comunismo, desleales o, por lo menos, ‘blandos’ con el comunismo».
Señala Wolin:
«Nuestro gobierno no necesita llevar a cabo una política de eliminación de la disidencia política, la uniformidad que los conglomerados ‘privados’ de los medios de comunicación le imponen a la opinión se ocupa de esa tarea con eficacia. Esta aparente ‘moderación’ señala una diferencia crucial entre el totalitarismo clásico y el invertido (el norteamericano): en el primero, la economía estaba subordinada a la política. Bajo el totalitarismo invertido sucede lo contrario: la economía domina la política y con esa dominación se presentan diferentes formas de crueldad».
El autor señala los mecanismos de vaciamiento democrático:
«La existencia de grupos de interés organizados políticamente, con vastos recursos, que operan en forma permanente, sincronizados con las agendas y los procedimientos parlamentarios, y que ocupan puntos estratégicos en los procesos políticos, revela la profundidad del cambio sufrido por la concepción de gobierno ‘representativo’. La ciudadanía ha sido desplazada, se ha cortado la conexión directa con las instituciones legislativas que deberían ‘representar’ al pueblo. Si el objetivo principal de las elecciones es ofrecerles legisladores maleables a los lobistas para que les den la forma deseada, un sistema tal merece llamarse gobierno ‘irrepresentativo o clientelista’. Es al mismo tiempo un factor que contribuye poderosamente a la despolitización de la ciudadanía así como la razón que permite caracterizar al sistema como antidemocrático».
No debería tomarnos por sorpresa:
«Lo que no tiene precedentes en la unión del poder corporativo y el estatal es su sistematización y la cultura compartida de sus socios”. “La unión del poder corporativo y el poder del Estado significa que, en lugar de la ilusión de un sistema más reducido de gobierno, tenemos la realidad de un sistema más amplio, más invasivo que nunca, alejado de influencias democráticas y por lo tanto más capacitado para dirigir la democracia».
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