Por Diego Chiaramoni
El 20 de abril de 2005, bajo el mismo cielo que la tarde del día anterior, las primeras estrellas de Roma habían aspirado el humo de la fumata bianca, Joseph Ratzinger, ahora Benedicto XVI, apuraba su paso hacia el departamento en el que vivía, allí en el corazón de la Ciudad Eterna. Lo primero que le interesaba mudar a su nueva morada papal, eran sus libros. Cuando se detuvo brevemente ante la prensa inquisidora, expresó lacónicamente: “Yo soy, ante todo, un profesor de teología y un profesor de teología, necesita sus libros”. Apenas cuatro días antes, había cumplido 78 años.
Las manos de Ratzinger, manos acostumbradas a los relieves imperceptibles que la tinta traza en el papel, olían seguramente a colonia fina y a óleos siempre nuevos, como los que se consagran la mañana del jueves santo. Espíritu refinado no solo para la intuición del misterio sino para los gozos estéticos como la música o la pintura, aparecía ante los ojos del mundo como un hombre parco, duro, frío como se suele catalogar al hombre alemán. Los que lo frecuentaban seguido, preferentemente aquellos que no pertenecían al clero, como su sastre o los mozos de la “Taberna Tirolesa” donde acudía en sus días de Cardenal a comer su strudel de manzana, opinaban lo contrario, que era un hombre silencioso, pero profundamente amable, con rasgos de ternura. Ratzinger era un alma bibliográfica, sí, pero jamás vivió ajeno al mundo. Por allí circula una foto en la que vestido con traje marrón (y no de franciscano), comparte una cerveza junto a su colega Karl Rahner.
Aquella frase: “Yo soy, ante todo, un profesor de teología…” define el alma de Joseph Ratzinger. A decir verdad, fue mucho más que un profesor, fue un gran teólogo, quizás el mayor teólogo del siglo XX. Un profesor de teología, al menos un buen docente, hace claras las ideas de otros, abre caminos, es cristal a través del cual se pueden ver otras cosas. Un buen teólogo, es aquel que vive poseso por el misterio. Ratzinger bebe en fuentes místicas y desde allí asperja su pensamiento teológico que, ante todo, es profundamente Cristocéntrico. Esas fuentes son cuatro, a saber: a) Las Sagradas Escrituras, fuente primaria de la Revelación; b) Los Padres griegos y latinos, sus soledades fecundas, sus incursiones en el misterio y sus obras apologéticas; c) San Agustín y su diálogo entre razón y fe, entre soliloquio y mundo; d) San Buenaventura, su Teología de la Historia, su seráfico amor al Señor, su escatología. A estas cuatro fuentes se suma, obviamente, una sólida formación en filosofía, epistemología y estética.
Ratzinger nace en el mismo año que Martin Heidegger publica Ser y Tiempo (1927) en una Alemania que hervía de renovación literaria, filosófica y teológica. Lo afirmado anteriormente, se expresa claramente en sus trabajos de graduación. Luego de ser ordenado sacerdote en julio de 1951, dos años más tarde se doctora en Teología con una tesis titulada “Pueblo y Casa de Dios en la Doctrina de la Iglesia de San Agustín”. En febrero de 1957 presenta su disertación habilitante que lleva por título: “La Teología de la Historia en San Buenaventura”. Su itinerario espiritual se completa con otros hitos como haberse erigido Consejero en el Concilio Vaticano II (donde trabaja junto a Karl Rahner, con algunas diferencias, en el Documento “Constitución sobre la Divina revelación” (Dei Verbum). En 1968 publica una obra capital: “Introducción al cristianismo” en el exacto momento en el que Occidente vive una ardida polémica entre católicos y marxistas. En junio de 1977, Pablo VI lo ordena Cardenal de la Iglesia Católica y en 1981, su compañero y amigo Karol Wojtyla, para ese entonces Juan Pablo II, lo nombra Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Un punto nodal es el que me interesa destacar y es la relación admirativa hasta hacerse huella espiritual en Ratzinger por la figura de San Buenaventura. En la Audiencia (catequesis semanal) del miércoles 3 de marzo de 2010, ya como Benedicto XVI expresa claramente: “Siento cierta nostalgia, porque pienso en los trabajos de investigación que, como joven estudioso, realicé sobre este autor, especialmente importante para mí. Su conocimiento incidió notablemente en mi formación”. ¿Qué había en el Doctor Seráfico y en la médula de su teología para captar la atención del joven profesor alemán?
Creo que existen tres puntos de referencia ineludibles en la teología bonaventuriana: En primer lugar, la síntesis perfecta entre mística y acción. Uno imagina a Buenaventura en el Monte Alvernia o en su celda, extasiado ante los misterios divinos, pero también a traqueteo de mulas, corriendo de un lado a otro para solucionar, como General de la Orden Franciscana, los sucesivos inconvenientes que surgían en las distintas comunidades. En segundo lugar, su studiositas, esa virtud moral que se trasunta en el largo morar en un tema, ese buceo íntimo que hace sumergir al alma en la contemplación, hasta llegar a los límites en que la humana inteligencia debe interrumpir su vocación de auscultar. En tercer lugar, su preocupación por el sentido de la historia y el ordo futurus. Tanto Buenaventura como Ratzinger fueron hijos de su tiempo, y uno intuye quizás el gesto de contrariedad del teólogo a quien sacan de sus estudios y sus clases para servir a la Iglesia en otros menesteres ligados a la acción más que a la contemplación serena. Algún día, en un futuro no lejano, algún alma lúcida (que no será la mía), intentará un diálogo entre las visiones de la historia del Santo Doctor y las intuiciones proféticas del teólogo alemán.
Danielou, de Lubac, Von Balthasar y Ratzinger. Congar, Bouyer, Rhaner y Ratzinger. Marrou, Guardini, Castellani y Ratzinger. Uno peregrina entre plumas incisivas, entre ortodoxias y heterodoxias, pero siempre vuelve a Ratzinger. Cito a un paisano mío, el Padre Nicolás Lavolpe, quien valoró mis primeros escritos y me recomendó, proféticamente, no enamorarme de la pipa. En sus apuntes personales que luego dieron lugar a su libro “El Evangelio según Sócrates” (1997), el cura lomense, en su jerga tanguera, decía que el Apóstol Juan, luego de escribir el Evangelio más elevado de todos, cierra sus días llamando a los suyos “hijitos míos” y resumiendo toda su teología en “ámense los unos a los otros”; y el Doctor Angélico, luego de escribir la Summa Theologiae, le pidió a Reginaldo, su amanuense, que queme sus escritos, pues ante la contemplación de Dios, todo era paja. La sencillez es el puerto final del que ama a Dios, continúa el Padre Lavolpe: “el resto es chapa y pintura”. Ratzinger, en su último suspiro, dijo simplemente: “Jesús te amo”, y según un testigo cercano, lo dijo en alemán: “Jesus, ich liebe dich”, porque la lengua materna es siempre la más íntima y la más sencilla.
Me gustan aquellos que son blanco elegido por los tradicionalismos de ghetto y los progres mala leche. A Joseph Ratzinger se le ha pegado desde ambos lados y eso quizás hable bien de él.
¡Adiós Herr Theologue! Y muchas gracias.
Diego Chiaramoni, enero 3 de 2023
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