Ahora Pedro va por ti – Por José Javier Esparza

Por José Javier Esparza*

El presidente del Gobierno ha anunciado un tiempo nuevo. Un tiempo de «limpieza». Es decir, un tiempo de represión de la oposición. Lo esta vistiendo de defensa de la democracia. Cuando un tipo te dice que él es la democracia y tú no cabes, es que la democracia se ha acabado. Parece que la «crisis constituyente» de la que habló el entonces ministro de Justicia, Campo, ha entrado en su fase decisiva. Campo dijo aquello en junio de 2020, en plena fiebre COVID. A Pedro Sánchez ya se le habían empezado a ver las costuras de césar desde el principio, pero es verdad que la pandemia, a él como a otros aprendices de tirano, le dio la oportunidad de ensayar lo aspectos más drásticos del nuevo orden: control del ciudadano, control de la economía, control del parlamento, control de la comunicación, incluso control de la Justicia. Muchas —demasiadas— de aquellas herramientas de control quedaron vivas, como dormidas, esperando el momento de volver a despertar. No hay que perder eso de vista. Desde entonces, Sánchez ha tenido el mérito de utilizar cada nueva crisis de su propio poder para dar un paso adelante en su proyecto. La dependencia de los votos del separatismo la empleó para avanzar en su propósito del deshilachamiento confederal de la nación. Las fundadas sospechas de corrupción en su entorno político y familiar, para lanzar esta ofensiva de ahora contra los jueces y los medios independientes.

Porque Sánchez tiene un proyecto, sí, y no es sólo el propio poder. Si no fuera más que una ambición personal, le habría bastado con recabar el apoyo del PP. No, no: el proyecto de Sánchez requiere que sea él quien mande, por supuesto, pero el objetivo final es ese otro de una reconfiguración de España según un modelo confederal, desnacionalizado, con el PSOE eternamente en el poder gracias a los votos de unos separatistas que, por su parte, también se perpetuarán en sus propios espacios, todo bajo la complaciente mirada de los tenedores de una deuda pública cada vez más costosa. Y, por supuesto, siguiendo siempre a pies juntillas las instrucciones de la UE y de la OTAN, que eso jamás lo pondrán en cuestión ni Sánchez, ni Puigdemont ni Otegui. Porque saben que, mientras respeten eso, en todo lo demás podrán hacer lo que les dé la gana.

Naturalmente, llegar a ese objetivo exige cargarse todo el andamiaje constitucional. En ese sentido, los voceros de la izquierda oficial tienen razón cuando dicen que en España hay fuerzas que se oponen a que la izquierda gobierne. Precisemos: fuerzas que se oponen a que la izquierda gobierne en solitario y para siempre. Son las mismas fuerzas que se oponen a que la derecha gobierne (en solitario y para siempre). Esas fuerzas se llaman elecciones, partidos, prensa independiente, una sociedad civil que se organiza libremente, unos tribunales autónomos («independientes en su caso», como dijo Sánchez), etc. Vamos, lo que se viene llamando la democracia liberal de toda la vida. Que ya sabemos que es un régimen lleno de vicios y sumamente perfectible, pero que, al menos, garantiza un orden soportable y una posibilidad de cambiar a un gobierno por otro. A esto, hoy, la izquierda lo llama «fascismo». A Sánchez no se le puede entender fuera de este contexto. Pedro Sánchez quiere ser césar. Un césar progresista, posmoderno y woke. Un césar envuelto en retórica ternurista y democrática, lo cual le hace todavía más peligroso.

La pregunta, ahora, es qué hacer frente a la ofensiva del césar y sus secuaces. No penséis en eso que los píos llaman «Europa». Hasta el momento, a «Europa», es decir, a la oligarquía comunitaria de Bruselas, nunca le han conmovido demasiado nuestros problemas internos, ya fuera con el terrorismo, ya con el separatismo. Bruselas apunta a la disolución de las naciones en una estructura global: sólo se mueve cuando hay gobiernos soberanistas que se oponen a esa tendencia, según hemos visto en Polonia y Hungría. Nuestra autodisolución solo le preocuparía en la medida en que alteraciones graves pudieran extenderse a otros países, pero eso parece lejos. Tampoco penséis en los remedios clásicos, el poder fáctico que en otro tiempo preservaba la solidez del Estado: el ejército, la banca, la gran empresa, la Iglesia y tal. Eso era, precisamente, en otros tiempos, cuando el ámbito de influencia y supervivencia de todos esos poderes dependía del marco soberano nacional. Pero hoy el ejército es la OTAN, la banca es Blackrock, la gran empresa depende en buena medida del dinero gubernamental y la Iglesia es hoy lo que es (y dejémoslo ahí). No, ningún poder fáctico vendrá a salvarnos. Lo cual, bien mirado, no deja de ser una buena noticia. Estamos solos. Mejor que mal acompañados.

Ahora es el momento de que cada ciudadano consciente, de que cada patriota (porque, al final, de esto se trata), se vea a sí mismo como una instancia de resistencia. Si el poder te ataca, defiéndete. No hace falta pensar en heroísmos novelescos. Basta con utilizar los medios que el propio sistema ofrece para participar en la vida pública, exactamente como hizo la izquierda en España hace medio siglo. Asociaciones de padres, grupos universitarios, círculos de apoyo a los medios de comunicación propios, grupos juveniles, activismo político, etc. La movilización popular es eso. Todo esta inventado. Y si, en vez de esto, nos limitamos a esperar a que alguien venga a redimirnos, entonces la ola del pedrismo caerá sobre todos nosotros.

Entiéndase lo dicho, simplemente, como primera providencia. Porque todo apunta a que vendrán más golpes, más pasos, y serán cada vez más agresivos. Y por tanto la resistencia tendrá que ser cada vez más intensa y también más astuta. Esto no ha hecho más que empezar.

*Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de ‘El Gato al Agua’ de El Toro TV.

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