Arte y realidad histórica – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada

Muchas veces, en el curso de mi trabajo como novelista, me he preguntado: ¿hasta dónde llega la libertad del creador ante la realidad histórica? ¿Debe estar el creador comprometido con la verdad de los hechos ocurridos? ¿Está legitimado para recrear a su voluntad la historia? ¿Puede, por ejemplo, convertir a personajes históricos en caricaturas o peleles de guiñol? ¿Puede sublimarlos, a través del aliento épico o lírico, hasta falsear su realidad vital? La execración de estos procedimientos esperpénticos nos obligaría a descalificar joyas literarias como La corte de los milagros, que Valle-Inclán urdió en torno a los sucesos del reinado de Isabel II. Porque nadie negará que Valle hace parodia y descoyuntada burla (a veces lindante con la calumnia) de un período histórico y de unos personajes no del todo lejanos para el autor.

Pero quizá invocar el ejemplo extremo (y a la vez tan socorrido) de Valle-Inclán no sea del todo indicado, pues su personalísima estética de la deformación ha sido luego degradada por epígonos del más variado pelaje, hasta el punto de que hoy se quiere cobijar bajo el piadoso manto del ‘esperpento’ cualquier incursión en la zafiedad. La conversión de personajes históricos en caricaturas también la han intentado desde circunstancias históricas diversas y desde estéticas más ‘depuradas’, creadores tan elevados como Dante (en cuya Comedia, muchos de los condenados al infierno, todos ellos personajes históricos, son retratados con intención burlesca y vejatoria), o de inequívoca estirpe popular, como Alejandro Dumas. A nadie se le escapa que el Richelieu que comparece en el folletín Los tres mosqueteros falsea (y, en cierto modo, anula, tal es el arraigo del arquetipo novelesco) al personaje histórico, pero la transgresión de la verdad no basta para descalificar los méritos literarios de Dumas.

Ni siquiera parece claro que la sublimación lírica o épica baste como excusa para ‘reinventar’ la realidad histórica. Es cierto que la sublimación lírica puede elevar al rango de mito un personaje histórico (pensemos en Beatriz del citado Dante o en la Laura de Petrarca), pero no es menos cierto que el arrebato épico encubre con frecuencia otras pretensiones menos elevadas. A Virgilio, al escribir La Eneida, lo alentaba un propósito de manipulación histórica, consistente en atribuir a Octavio una genealogía ficticia que enlazase directamente con el troyano Eneas; pero este propósito consciente (y mercenario) no disminuye ni un ápice la envergadura estética de su poema. Si ampliamos nuestras miras al ámbito cinematográfico, nos tropezamos con el ejemplo notable de Griffith, que con talante épico justificó en El nacimiento de una nación los desmanes racistas. A veces, ese presunto ánimo de sublimación puede ser, incluso, mucho más sibilinamente falsificador de la realidad histórica que el chafarrinón esperpéntico.

Oscar Wilde aseveró, con ese afán lapidario que lo caracterizaba, que la finalidad del arte consistía en mentir y decir bellas falsedades. No llegaremos aquí a apoyar afirmación tan cínica o juguetona; pero no puede negarse que, con frecuencia, el respeto fidedigno al pasado constituye la coartada del creador mediocre. Junto con el amor a la verdad, debe profesar el creador el amor a la belleza, que a veces es una forma más recóndita y exigente de verdad. Incluso, aun sabiendo que miente, el creador puede transmitirnos bellamente su verdad, esto es, su visión del mundo, que nada tiene que ver con la estricta realidad histórica. Podría decirse, en este sentido, que la finalidad del arte es mentir y decir bellas falsedades, con la condición de que la obra pase del plano estético al plano ético, con la condición de que la vida interna del artista esté regida por la pasión moral, al estilo que lo está en don Quijote, que reinventa la realidad a través de sus fantasías caballerescas, pero actúa siempre guiado por la pasión por el bien, por el culto a la justicia.

A menudo, sin embargo, el creador no miente guiado por esta pasión moral, sino por halagar burdamente al espíritu de su tiempo. El creador de pacotilla aspira a un arte que satisfaga el gusto establecido (o, por todavía, los paradigmas culturales impuestos por los poderosos), elaborando un arte sin pasión moral que –citemos de nuevo a Oscar Wilde– «divierta al público cuando se siente pesado por haber comido en exceso, y que le distraiga de sus pensamientos cuando está hastiado de su propia estupidez». Contra ese arte degradado que se rebaja a decir bellas falsedades por afán de halagar debemos dirigir nuestros anatemas.

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