Por Juan Manuel de Prada
Es una bendición del cielo que el doctor Sánchez, en su afán por blindarse legalmente y blindar a su chusma adlátere, se niegue a convocar elecciones; también que toda la patulea que lo sostiene en el poder persevere en su apoyo, para poder dedicarse descaradamente al expolio del erario público, aprovechando su debilidad creciente. Y decimos que es una bendición del cielo porque, entretanto, crece la desafección hacía el Régimen del 78, sobre todo entre la juventud más despierta.
Es natural que el partido de Estado, timonel del Régimen del 78, esté gangrenado por la corrupción, pues ha sido durante décadas el encargado de desmantelar la economía nacional y de satisfecer los intereses plutocráticos, garantizando a la vez la paz social; y una misión tan abyecta y traidora de los obreros tiene que ser remunerada muy rumbosamente. Lo que ahora está ocurriendo ante nuestros ojos es la metástasis de esa cleptocracia abominable, dedicada durante décadas a la almoneda de la riqueza nacional. Esto ha sido siempre, desde su refundación por la CIA en Suresnes, el partido de Estado; no existe un ‘PSOE bueno’ frente a un ‘PSOE malo’, como pretenden los bobalicones y loritos sistémicos.
Cuando se comenta la metástasis de corrupción que gangrena al partido de Estado se parte siempre de una visión errónea, sacralizadora del Régimen del 78, que carga las tintas en una supuesta naturaleza humana podrida, en la línea de lo que predicaba el nefasto Bentham: «No ha existido, ni puede existir un hombre que, pudiendo sacrificar el interés público al suyo personal, no lo haga. Lo más que puede hacer el hombre más celoso del interés púbico, lo que es igual que decir el más virtuoso, es intentar que el interés púbico coincida con la mayor frecuencia posible con sus intereses». Se trata de una visión típicamente protestante, que considera erróneamente que el pecado original ha corrompido por completo la naturaleza humana. De este modo, la política se tiene que rodear de trabas legales que preserven la res publica frente al acoso de los egoísmos personales. Así se niega la vocación comunitaria del ser humano, su condición de «animal político» que anhela la consecución del bien común.
En la oposición conceptual entre lo privado y lo público que plantea Bentham se halla la razón última de la sacralización del Estado: puesto que la esfera privada está regida por el egoísmo, conviene crear una esfera incontaminada para lo público. Dicha sacralización del Estado se inició con la invención de la soberanía, fruto de la necesidad de erigir ídolos propia de las sociedades donde declina la fe religiosa. La corrupción, según esta visión errónea, se convierte en una suerte de profanación de ese ente sacralizado que es el Estado; y sólo puede ser producto de la malignidad de los políticos, de su avaricia o su ambición (o, en las versiones más chuscas y grimosas de corrupción, incluso de su lujuria, como ocurre ahora en el partido de Estado, donde quien no es putero es rufián o usufructuario de prostíbulos). De este modo, la chusma comandada por el doctor Sánchez se convierte en culpable de la profanación; y el sacralizado Régimen del 78 queda salvado.
Pero la realidad es muy diversa. Existe otra explicación mucho más plausible del fenómeno de la corrupción, que es la que nos ofrece Polibio en el libro VI de sus ‘Historias’, donde nos presenta su concepto de ‘anaciclosis’, que explica la evolución y degeneración de los regímenes políticos. Polibio considera que las diversas formas de gobierno no son estáticas, sino que tienden a transformarse y corromperse debido a diversos factores internos, desde el abuso de poder o la decadencia moral. Y esto, que ocurre con las formas de gobierno virtuosas, ocurre mucho más virulentamente con las formas de gobierno viciadas de origen. Frente a la oclocracia de Cartago, que considera la forma de gobierno más viciada, Polibio opone la forma mixta característica de Roma, que combina elementos de la monarquía (los cónsules con poderes ejecutivos), la aristocracia (el senado, que controla las finanzas y la política exterior) y la democracia (los comicios populares que eligen a los magistrados). Así, mediante esta forma mixta de gobierno, se crea a juicio de Polibio un equilibrio de pesos y contrapesos que retrasa y cohíbe la corrupción.
Pero si hasta las formas mixtas de gobierno acaban corrompiéndose, como le ocurrió a la propia república romana, ¿qué podemos decir de formas de gobierno viciadas ‘ab initio’, como la instaurada por el Régimen del 78? Dicha forma de gobierno presenta una fachada falsamente mixta, con una monarquía convertida en dontancredo inane y decorativo, con una falsa aristocracia formada por la chusma oligárquica de los partidos políticos (donde no faltan los puteros y los rufianes) y una democracia de pacotilla, sin representación política alguna. El Régimen del 78 instauró, en fin, una partitocracia, acaso la forma más degenerada de oclocracia, porque a la vez que saquea el erario público y coloniza y pervierte todas las instituciones sociales, fomenta un ‘ethos’ social corruptor, favoreciendo por un lado la demogresca que encizaña a los españoles y los incapacita para las empresas comunes y azuzando los más bajos instintos mediante leyes aberrantes que convierten los crímenes más abominables en derechos de bragueta.
La partitocracia instaurada por el Régimen del 78 es una fábrica de hombres depravados que garantiza el carácter sistémico de la corrupción, así como su impunidad. Dejémonos, pues, de glosar con vuelo gallináceo los episodios chuscos de la corrupción del partido de Estado; y centremos nuestro ardor censorio en los establos de Augias que la cobija y la eligió como timonel.
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