Cervantino y quevedesco – Por Juan Manuel de Prada

Cervantino y quevedesco
Por Juan Manuel de Prada

Han sido muchas las reseñas ponderativas de mi reciente novela ‘Mil ojos esconde la noche’ que la han calificado de «quevedesca»; epíteto que me honra extraordinariamente y que, desde luego, conviene a la novela, donde los homenajes a Quevedo son constantes, y a veces incluso explícitos. Anna Caballé abordó esta cuestión, afirmando que la novela se inscribe «en una tradición literaria que ha tenido en Quevedo y Valle-Inclán modelos magistrales»; y aprovechó para citar a Antonio Espina, para quien «sólo existen dos núcleos literarios y nacionales a que en último término puede referirse cualquier escritor verdaderamente español, el cervantesco y el quevedesco». En este mismo sentido se expresó también, por ejemplo, el crítico José Ángel Juristo, glosando en ‘La Vanguardia’ mi novela.

Cervantes y Quevedo fueron, sin duda, escritores de temperamentos casi antípodas, que cristalizan en obras de estética muy diversa (como no podía ser de otra manera, siendo ambos escritores geniales); pero, a nuestro juicio, ambos pertenecen a la misma tradición española, barroca y contrarreformista. Sin embargo, resulta evidente que se ha impuesto una visión «bifurcada» de la literatura española, tanto en el ámbito académico como en el imaginario colectivo. Creemos que esta mistificación nace de la voluntad de cierta escuela de historiadores y filólogos, de filiación liberal y posteriormente institucionista (hasta llegar a nuestra época, en que sostener dicha tesis se ha convertido en marchamo de progresismo), en su empeño por refutar la tesis central de la Historia de los heterodoxos españoles, donde Menéndez Pelayo postula –y a nuestro juicio demuestra abrumadoramente– que todos los escritores y pensadores españoles considerables han sido católicos, aun sin saberlo; y que los «heterodoxos» han sido siempre personajes irrelevantes, más o menos trágicos o irrisorios, más o menos cándidos o biliosos, pero a la postre todos unos mindundis. En su afán por refutar esta demoledora tesis, los detractores de Menéndez Pelayo trataron de demostrar torticeramente que Cervantes, el más universal de todos los escritores españoles, no era en realidad un católico entusiasta de la reforma tridentina (como en el propio Quijote se evidencia), sino un descreído, o un «heterodoxo» judaizante, o un criptoprotestante, o siquiera un erasmista.

A este empeño se entregó Américo Castro, quizá el más dotado y tendencioso de los detractores de Menéndez Pelayo; y, con él, un enjambre de mistificadores y locos de atar que, en libros tan curiosos como impertinentes, pretendieron presentar el Quijote como una especie de roman à clef donde, supuestamente, se concitarían proposiciones alumbradas, herejías encubiertas y socarronerías de converso.

Pero lo cierto es que toda la «cosmovisión» de Cervantes, esa finísima habilidad suya para humillar y ensalzar a sus personajes, para reírse de ellos (y con ellos) y así reírse mejor de uno mismo, requiere una sensibilidad catoliquísima. Por lo demás, no creemos que el humor cervantino se distinga demasiado del quevedesco, sino que ambos son legítimos consortes, como se prueba –por ejemplo–en las querencias escatológicas de Cervantes, que dejan chiquitas las de Quevedo (recordemos, por ejemplo, cuando don Quijote le pide a Sancho que hurgue en su boca, para comprobar si le queda alguna muela sana, y acaban vomitando el uno encima del otro; o cuando a Sancho, esperando el amanecer para poder descifrar el ruido de los batanes, le entra un apretón y defeca con indisimulable hedor que don Quijote acusa y reprocha); también se prueba en los retratos heridores que Cervantes esboza de multitud de personajes, en la brutalidad física y moral de algunos de los pasajes más célebres del Quijote; en la propia figura esperpéntica y poco idealizable del protagonista, cuya dignidad –como la del propio Cristo– no nace de ningún sentido estoico (como pretenden torticeramente Castro y su caterva de discípulos y epígonos), sino de la locura de inmolarse y soportar las befas por amor a su vocación caballeresca.

Ocurre, sin embargo, que nuestra visión de Cervantes está oscurecida por las malezas «heterodoxas» con que los detractores de Menéndez Pelayo trataron de emboscarla; y por los «metarrelatos» noventayochistas, que crearon en muchos aspectos un Quijote de fantasía. Pero Cervantes es tan contrarreformista y barroco como Quevedo, con un humor tan ensañado como el quevedesco; sólo que Cervantes tiene mayor penetración en el alma humana, y acaso mayor piedad hacia las debilidades ajenas (tal vez porque conocía mejor las propias). Naturalmente, los estilos de Cervantes y Quevedo son distintos (y, lo que importa más, distintivos), como sin duda lo fueron sus caracteres y sus experiencias vitales; pero ambos pertenecen a la misma tradición barroca, la más netamente española. Por eso el arte de Cervantes y Quevedo es desbordante y tumultuoso como la propia vida; por eso ambos se atreven a penetrar en el misterio humano, que es una selva barroca invadida de misterios, y a mostrarnos sus pasiones e inquietudes, que pueden guiarse por un impulso ascendente (y hasta celestial) o arrastrarse por el fango (y hasta por la mierda), que pueden resultarnos chuscas y lastimosas (como corresponde a criaturas heridas por el pecado) o elevadas y aun excelsas (como corresponde a criaturas convocadas a la salvación).

Cervantes y Quevedo son el haz y el envés de una misma tradición, que en ambos se expresa distintiva e intransferible, pues ambos son geniales. Así que un escritor como yo puede declararse sin empacho cervantino y quevedesco a la vez; lo que no soy es meapilas, ni ternurista, ni puritano, ni católico pompier, gracias a Dios.

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