Por Diego Chiaramoni
Cuando abunda el “mío-mío”
Reflexión telúrico-existencial para alumbrar el presente
“El zorro que ya es corrido dende lejos la olfatea…”
Viejo Vizcacha
Hacia los primeros días del otoño de 1829 y en el marco de la tensión entre unitarios y federales, el General Juan Galo Lavalle cruzaba el Arroyo del Medio y se internaba en la Provincia de Santa Fe. Lo acompañaban en su travesía más de medio millar de hombres avezados en la trenzada ríspida del combate. Cabalgaban tras la encumbrada figura de Estanislao López con aquella consigna unitaria que rezaba: “A los caudillos darles plomo y echarlos de barriga”. Esa mixtura entre coraje y cerrazón que portaba Lavalle casi como estigma de una segunda naturaleza, “cóndor ciego” – como alguna vez lo llamó José María Rosa – le impidió sopesar el enigmático dictado telúrico del paisaje santafesino. Mediante hábiles disposiciones tácticas, el caudillo de Santa Fe condujo al ejército de Lavalle hasta un anegadizo paraje llamado “Carrizal del Monje”. El calificativo de “anegadizo” obedece fundamentalmente a dos factores naturales. El primero de ellos, la cercanía del arroyo que otorga nombre al lugar y donde se torna común observar aguas estancadas en varios períodos del año. El segundo factor natural (he aquí la piedra de toque de nuestra pretendida reflexión), es la presencia de un yuyo venenoso llamado el “mío-mío”.
La crónica histórica da cuenta que el 1 de abril de aquel año, gran parte de la tropilla caballuna de Lavalle muere por la ingesta del nocivo yuyo dejando a pie a los veteranos hombres que merced a ese repliegue, otorgan la victoria a López. El elemento curioso del relato es que aquel yuyo venenoso que no comieron los caballos de la zona, sí lo comieron los caballos foráneos. En este punto encuentran origen nuestras palabras y se hacen verbo carnal en las siguientes líneas:
¡Nuestros terrenos están anegadizos mis hermanos, y el mío-mío abunda! Ahora bien: ¿Cuál será nuestra respuesta lúcida y corajuda? Simplemente ésta: ser auténticos pingos de estas tierras. El hombre consustanciado con el paisaje, con la lengua madre, con la cruz que traza la horizontalidad de sus anhelos y la verticalidad de sus ideales, ese hombre, no confunde hierba buena con yuyo dañino.
Quizás el milagro literario nacional, ese que abre surcos en el derrotero de nuestra identidad, sea sin dudas el “Martín Fierro”. En él podemos intuir la vocación de nuestra misión, porque la vida de nuestro “Quijote de las Pampas” expresa una arqueología del ser nacional. Fierro es persona, no sujeto; está afincado en su llanura, no constituye un híbrido ciudadano del mundo. Fierro es señor de sus bienes, no esclavo de sus riquezas, su paz descansa en el orden. Incluso, luego del exabrupto pasional, asume el mal para ser redimido. Fierro es portador de una fe sencilla y vertical, no un pastiche insípido propio de un nihilismo de cotillón. Fierro es cabeza de familia como sagrario incorruptible, lejano a toda invención heteróclita. La gesta de Fierro es el parto metafísico de la Argentina profunda y se une en ese buen combate a otras figuras raigales de nuestra Hispanoamérica.
Quizás con irrepetible belleza y claridad lo expuso Don Leopoldo Marechal en su texto “Simbolismos del Martín Fierro”. Escribe Marechal alumbrando la rebeldía gaucha:
“¡Sí, algo tremendo había sucedido! Y lo que verdaderamente sucedió fue que “otro estilo” de cosas había entrado en el país, y chocaba con el estilo propio del ser nacional, y lo hería, y lo desplazaba. Frente a esa invasión, Martín Fierro es el hombre de la “rebeldía”, porque es el hombre de la “lealtad”. ¿Lealtad a quién? A la esencia de su pueblo, al ser nacional amenazado y confundido”.1
La tarea de los hijos de Fierro exige hoy afinar el olfato como condición necesaria para la recuperación de la vida cultural, exige reposar bajo el signo identitario de ser aquello que uno debe ser, ese eterno reclamo de autenticidad grabada a fuego en los labios del viejo Píndaro y que aun brilla en el bronce de algún monumento sanmartiniano: “sé quien eres”.
Argentina e Hispanoamérica, también a la luz de sus modelos, debe retomar el rumbo de la auténtica cultura sin permitirse el sueño en el atalaya. Ese rumbo exige al menos tres cosas:
Ser fiel al peso gravitacional de su raza que otorga estirpe y rumbo a su inteligencia. Inteligencia que por ser mediterránea, es clásica. Ahondar en el recto ejercicio de sus facultades vitales para saber hacer genuflexión ante la ley natural. Recuperar la sana inteligencia de los principios inmutables que son a su vez rectores de los actos humanos. Debe dejarse habitar verbalmente por las cosas y saber callar, pues el universo entero está escrito bajo razón de palabra.
Resistir al falseamiento de sus amores puros, donde la familia constituye el nido cálido en el que halla medida y descanso el inquieto corazón humano. En el mismo sentido, debe redescubrir el sentido de la celebración, de ese estar juntos en una amplia semántica del nosotros.
Volver a recuperar el hondo sentido de los términos en esta batalla semántica que nos han propuesto, porque las palabras son el tabernáculo del sentido común. No se exige aquí volvernos “etimólogos” sino resistir a la colonización pedagógica, unir la diacronía a la sincronía de las palabras, su largo nombrar y su profunda vinculación con lo real.
Aquel episodio histórico culminó con la derrota del unitarismo en la Batalla de Puente Márquez, el 26 de abril de aquel año 1829. Las milicias de López reforzadas por las escuadras del Comandante Rosas culminaron con otro capítulo del amplio legajo militar de Lavalle. Es fascinante y aleccionador seguir las huellas epistolares de aquella época, pero nuestra reflexión pide epílogo y el “mío-mío” sigue gozando de buena salud. Quizás, el crecer del yuyo venenoso requiera de nosotros lucidez, valentía y un atento desvelo ante la siembra. Hierba buena y yuyo malo crecen juntos, permanezcamos entonces en el surco con los ojos fijos en la Cruz del Sur, sacro símbolo de la cosmogonía gaucha.
Desde el silencio
Diego Chiaramoni
1 L. Marechal. Simbolismos del Martín Fierro, en Obras Completas, Tomo V. Ed. Perfil, Bs. As, 1998: Pág. 165.
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