Desesperados: ¿PEM (Pulso Electromagnético) como respuesta rusa? – Por Marcelo Ramírez

Desesperados: ¿PEM como respuesta rusa?
Por Marcelo Ramírez

En el complejo escenario actual, dos guerras se han convertido en símbolos de la desesperación: Ucrania e Israel. Ambas naciones enfrentan un callejón sin salida, presionadas por conflictos que, en apariencia, no tienen solución militar clara. Ucrania se encuentra en una situación especialmente crítica. A pesar del esfuerzo ucraniano por arrastrar a Estados Unidos tras de sí, la realidad es implacable: las fuerzas rusas han puesto en marcha una estrategia sistemática de demolición.

Los rusos, en una maniobra calculada, están destruyendo cada nudo logístico vital, tanto ferroviario como de rutas, aislando regiones clave en Ucrania. El sur del Donbás ha sido especialmente golpeado. Esta campaña no busca solo avances militares inmediatos, sino minar la infraestructura crítica del país, dejándolo sin capacidad de respuesta a largo plazo.

Lo más inquietante de esta situación es que no solo Ucrania está contra las cuerdas, sino que se avecina un posible escenario donde Rusia pueda optar por una escalada impensada. ¿Hasta dónde puede llegar la desesperación de EE. UU.? ¿Podríamos estar ante la posibilidad de que Moscú recurra a un ataque devastador, pero menos convencional que una guerra nuclear directa?

¿Cuál sería el papel del PEM (Pulso electromagnético)? Rusia, según analistas militares, podría optar por lo que algunos llaman “la última jugada”. El PEM (Pulso Electromagnético) se presenta como una opción mucho más viable y, paradójicamente, menos destructiva desde un punto de vista humanitario inmediato. El uso de este tipo de arma no implicaría la devastación física de ciudades, pero sí la aniquilación total de la infraestructura tecnológica de un país como Estados Unidos.

Imaginemos el siguiente escenario: tres o cuatro bombas nucleares detonadas a gran altitud sobre Estados Unidos, lanzando un pulso electromagnético capaz de destruir de manera instantánea todos los circuitos electrónicos. La idea no es nueva, pero nunca ha sido tan probable. Este ataque dejaría a Estados Unidos en la Edad Media tecnológica, sin sistemas eléctricos, telecomunicaciones, ni posibilidad de recuperación en corto plazo.

Los detalles técnicos son escalofriantes. Una bomba de 100 kilotones explotada a unos 160 kilómetros de altitud sobre Kansas sería suficiente para borrar prácticamente toda la red eléctrica estadounidense. A esto se sumarían otras dos ojivas en puntos estratégicos, como Las Vegas o la península de Yucatán, completando una ofensiva que deshabilitaría todas las infraestructuras críticas en cuestión de segundos.

Es importante entender que este tipo de ataque no se trata solo de dejar sin luz a una nación. Las ondas electromagnéticas generadas por estas explosiones destruirían todos los dispositivos en estado sólido, incluidas las redes de telecomunicaciones, los sistemas de emergencia, los centros de datos y los reactores nucleares. Sin control sobre estos últimos, es muy probable que se produzcan desastres como el de Fukushima o Chernobyl, pero a una escala mucho mayor.

Veamos las consecuencias inmediatas y a largo plazo. ¿Qué implicaría este ataque en términos humanos y sociales? A corto plazo, la vida moderna dejaría de existir. Los sistemas de transporte, los bancos, las telecomunicaciones, el acceso al agua y a los alimentos colapsarían. No habría posibilidad de coordinar respuestas de emergencia porque todas las redes de comunicación estarían muertas. Los satélites perderían su órbita y caerían, los aviones que dependan de sistemas electrónicos caerían en picada, y los millones de vehículos en las carreteras quedarían paralizados.

El caos social sería inevitable. Con las ciudades completamente aisladas, los alimentos desaparecerían de los supermercados en cuestión de días, si no horas. El agua potable se volvería un bien escaso, y los hospitales, sin energía, se convertirían en lugares de muerte masiva. En resumen, Estados Unidos sería testigo de una implosión interna sin precedentes, no por el impacto de una explosión nuclear clásica, sino por la caída del sistema que sostiene su vida diaria.

Rusia, en este contexto, no mataría directamente a millones de personas. No habría una explosión en las ciudades ni una lluvia radiactiva inmediata. Pero las consecuencias a mediano plazo serían igualmente devastadoras: la falta de acceso a recursos básicos, el colapso del sistema sanitario y la violencia resultante de la desesperación humana serían, de hecho, una sentencia de muerte para millones.

¿Atacar o no atacar? Ese es el principal dilema, y el presidente ruso, Vladímir Putin, enfrenta una disyuntiva compleja. No es un secreto que muchos sectores en Rusia presionan por una acción decisiva. La guerra de desgaste que Moscú ha llevado hasta ahora tiene sus límites, y las provocaciones por parte de la OTAN están llevando la situación al límite. Cada entrega de armamento avanzado a Ucrania, como los F-16 o los sistemas de misiles de largo alcance, acerca más a Rusia a una respuesta definitiva.

La pregunta que flota en el aire es si Putin se atreverá a lanzar un ataque de PEM contra Occidente. No es una decisión fácil. Aunque el PEM no destruiría físicamente a la población, las muertes indirectas serían abrumadoras. La moral rusa, que apoya una postura más firme frente a Occidente, podría ver en esta táctica una victoria estratégica. Sin embargo, el riesgo de una respuesta occidental, aunque improbable debido a la desarticulación de su infraestructura, siempre está presente.

Y aquí yace el verdadero dilema de Putin. Una ofensiva de este tipo dejaría a Estados Unidos fuera de juego por años, si no décadas, y redefiniría por completo el equilibrio global. Pero también plantea la incógnita de si Occidente sería capaz de ejecutar una represalia significativa antes de quedar completamente inhabilitado.

En conclusión, tenemos una guerra sin ganadores, estamos en una era donde las opciones estratégicas han dejado de ser exclusivamente militares y se han convertido en una combinación de guerra tecnológica y psicológica. Un ataque con PEM cambiaría el curso de la historia sin necesidad de una guerra termonuclear total, pero con consecuencias igualmente desastrosas.

Lo que está en juego no es solo el control de Ucrania o Israel, sino el futuro de la humanidad tal como la conocemos. Mientras la desesperación empuja a los actores clave hacia decisiones radicales, el mundo observa con incertidumbre, sabiendo que estamos a un paso de una confrontación de la que no hay retorno.

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