El arte de insultar – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada

Han sido muchos los lectores que me han reclamado una respuesta a la carta del académico José Manuel Sánchez Ron que ABC divulgaba hace unos días, en réplica a mi artículo ‘Los bueyes de la Academia’. Debo aclarar que nunca respondo a quienes públicamente me increpan o denigran, censuran o amonestan, cuando pertenecen a gremios sistémicos o polillas del erario público (de alguaciles del Régimen a ‘politólogos’, pasando por académicos); pues no en vano soy persona que se gana la vida a pecho descubierto y a la intemperie, arriesgando mucho en cada envite, y no tengo por qué tratar como iguales a quienes, beneficiándose de momios y prebendas oficiales o amorrados a la próvida teta del presupuesto, nada arriesgan. Por lo demás, aquella carta era –dicho sea piadosamente– de una prosa magníficamente inepta y alfeñique, tan abrumada de pensamiento inerte y tópicos camastrones que, más que de Ron, parecía de ponche; y aun de ponche muy rebajado. Bastaría despacharla con aquella célebre frase de Calomarde: «Manos blancas no ofenden».

Sin embargo, la carta contenía una afirmación que, amén de capciosa, se me antojó inaceptable, formulada por quien se presenta como centinela de la lengua. «Entiendo que la libertad de expresión –decía– es un derecho que debe respetar un periódico, pero también que éste no es compatible con los insultos, y el [artículo] del señor De Prada está lleno de ellos». Habría que empezar señalando que en mi artículo no figuraba ni un solo insulto explícito, por mucho que a los académicos los despachase con términos despectivos como «tropa» o «caterva» y observase figuradamente que tienen «verruguitas peludas en el alma». Sospecho que al académico molestó que los comparase con bueyes, siguiendo a Válery; pero lo cierto es que el buey es un animal que siempre ha representado –véanse los bestiarios medievales– virtudes como la bondad, la paciencia, la fortaleza y la perseverancia; también, por cierto, la pureza y la castidad (y esto tal vez irrite más a los académicos, que siempre han tenido fama de viejos verdes). Algunas culturas antiguas, empezando por la egipcia, llegaron a hacer del buey un animal sagrado; y la cofradía del mandil considera al buey –esto lo sabrán bien nuestros académicos– un guardián de los secretos y un símbolo de la domesticación de los instintos y de las pasiones humanas. Además, en la tradición cristiana es uno de los cuatro seres vivientes del Apocalipsis y representa al evangelista Lucas. Así que, no pudiendo ser toros, los académicos deben sentirse orgullosos de que los llamen bueyes; mucho peor sería que los llamasen cabestros. Y, como señala sarcásticamente Quevedo de los maridos cornudos, «animal por animal/ mejor es buey que no asno».

Pero, más allá de que mi artículo no contuviese ningún insulto, hemos de señalar que la expresión, si verdaderamente es literaria, no sólo es compatible con el insulto, sino que en determinados géneros lo exige, siempre que sea insulto bellamente aderezado y se ordene hacia un fin legítimo. Y no hay fin más legítimo que la censura jocosa de tipos y costumbres, por acre y mordaz que sea. Para censurar jocosamente tipos y costumbres se creó un género literario ilustre, la sátira, que Roma encumbró hasta altas cotas expresivas con Marcial y Catulo y que en España alcanzó hitos insuperables durante nuestro Siglo de Oro. Así, Lope pudo decirle a Cervantes –por seguir con los remoquetes animales– que era «frisón de su carroza y puerco en pie»; Quevedo pudo llamar a Góngora «perro de los ingenios de Castilla» y untarle sus versos con tocino, para que no los mordiese; y Góngora a ambos los llamó borrachos: «Hoy hacen amistad nueva,/ más por Baco que por Febo,/ don Francisco de Que-Bebo,/ don Félix Lope de Beba». Y como Quevedo llamase bujarrón a Góngora y apuntase que sus «pedos son sirenas», Góngora le pidió los anteojos que siempre llevaba puestos, para prestárselos «un rato a mi ojo ciego/ porque a luz saque ciertos versos flojos». Podríamos invocar aquí mil ejemplos más de feroces insultos literarios, que ahora el académico aponchado pretende que se censuren, condenando la sátira a su extinción. ¡Bonita manera de dar esplendor a la lengua española!

Yo soy de los que piensan, con Freud, que el primer hombre que insultó con ingenio a su enemigo en vez de tirarle una piedra fue el fundador de la civilización. Insultar, nos recordaba Borges, también puede ser un arte; pero para insultar con arte hay que ser de ingenio afilado, hay que dominar la preceptiva literaria, hay que tener mano izquierda y colmillo retorcido. En cambio, esas personas que, ante el insulto literario, empiezan a hacerse los ofendiditos me parece que anhelan el fin de la civilización. Detrás de este victimismo encontramos siempre una apabullante mediocridad, que es la que prueba nuestro académico en un pasaje especialmente fofo y bobalicón de su carta, donde –sin reparar en el sentido oculto de mis palabras– trata de señalarme como misógino: «La RAE lleva tiempo, ahí están los números –se pavonea ridículamente en su ponchera–, esforzándose por subsanar esa lacra histórica que es la ausencia de mujeres. Pues bien, ahora el señor De Prada, además de calificar a los hombres de ‘bueyes’, alude a ‘alguna vaca vieja de añadidura’». No cae en la cuenta mi detractor –¡alma de cántaro!– que cuando utilizo la expresión «vacas viejas», subrayada por la posterior «viejas de ambos sexos», no me refiero a mujeres, sino que lo hago en el mismo sentido velado en que Quevedo emplea «mula de alquileres» para referirse a cierto mozo italiano a quien dedica un muy sentido epitafio.

A la postre, se demuestra que el académico no entiende el insulto artístico; y como no lo entiende necesita censurarlo, castigarlo, demonizarlo. Lo despediremos con aquel verso demoledor de Lope: «Hablaste, buey, pero dijiste mu».

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