Por Marcelo Ramírez
Mientras el mundo sigue distraído por noticias de bajo impacto, el conflicto entre Rusia y Occidente atraviesa una etapa de escalada que confirma el nerviosismo de los halcones atlantistas. En los últimos días, la región de Crimea ha sido blanco de una serie de ataques perpetrados con misiles Storm Shadow, provistos por Gran Bretaña y Francia, en lo que representa una escalada directa que expone la naturaleza real del enfrentamiento: ya no se trata de Ucrania, sino de un choque abierto entre la OTAN y Rusia.
Crimea, recordemos, es considerada por Moscú como parte integral de su territorio desde el referéndum de 2014, donde más del 90% de su población votó por la reincorporación a Rusia. Desde la perspectiva rusa, estos ataques son atentados en su propio suelo. No estamos hablando de una «guerra por la independencia de Ucrania», sino de un intento de golpear directamente el corazón de Rusia. Y esto tiene implicancias que Occidente parece no querer medir.
Los misiles Storm Shadow utilizados son de alta tecnología, de largo alcance y capacidad furtiva. Esto implica que no estamos frente a una operación improvisada: se requiere inteligencia precisa, planificación sofisticada y control de los sistemas de guiado. En otras palabras, no es Ucrania quien está operando estos misiles. Son las potencias de la OTAN quienes los proporcionan, entrenan al personal y, probablemente, hasta manejan la inteligencia de los objetivos.
El reciente ataque a Sebastopol, que dañó un importante centro de comunicaciones y sistemas de defensa, debe ser leído entonces como un acto deliberado de provocación. No están buscando una «victoria ucraniana»; están buscando forzar una reacción rusa que justifique una escalada mayor. ¡Y vaya si se acercan peligrosamente a la línea roja!
Es que atacar Crimea no es atacar un «territorio en disputa». Para Rusia, es atacar a la patria misma. Es como si Rusia bombardeara bases militares en Florida o en Normandía. ¡La respuesta está garantizada!
Pero hay algo más de fondo aquí: la desesperación occidental. La llamada «ofensiva de primavera» ucraniana fue un fracaso descomunal. Pérdidas enormes de hombres, blindados, aviación, municiones… y ningún resultado tangible. La ilusoria «contraofensiva» ha quedado sepultada entre los campos minados del sur ucraniano y la solidez de las líneas defensivas rusas. Occidente, que apostó todo a esa jugada, necesita urgentemente mostrar algún éxito para venderlo en sus medios y sostener el relato de la «resistencia ucraniana heroica».
De ahí la razón de los ataques sobre Crimea: son operaciones mediáticas. No buscan cambiar el curso de la guerra (porque no pueden), sino obtener titulares para consumo interno en Europa y EE.UU. Necesitan desesperadamente mostrar que «dañan a Rusia».
Sin embargo, estos golpes simbólicos pueden tener consecuencias muy reales. Porque la paciencia rusa tiene límites. Y si Moscú decide responder con ataques directos a centros de decisión en Kiev —o incluso más allá—, podría escalar el conflicto a un nivel que ni Washington ni Bruselas están preparados para afrontar.
Hay que entender también el momento histórico. Rusia está ganando en todos los frentes estratégicos. A nivel militar, las líneas están estables y favorables. A nivel económico, las sanciones occidentales han fracasado estrepitosamente: el rublo se mantiene fuerte, la inflación está controlada y el comercio con Asia y África se expande rápidamente. A nivel diplomático, los BRICS suman miembros, mientras la influencia occidental se desmorona en África, América Latina y hasta en regiones de Asia.
La desesperación atlantista, entonces, no es casual. Es el reflejo de un mundo que se desmorona para ellos. Y como toda potencia decadente, Occidente se vuelve más peligroso a medida que pierde poder.
Los recientes movimientos en el Mar Negro, con la presencia de buques de guerra de la OTAN en las cercanías, también son parte de este cuadro. Al mismo tiempo que atacan con misiles, despliegan fuerzas navales para «proteger la libertad de navegación». El relato es de manual: provocar para luego presentarse como víctimas.
Rusia, por su parte, sigue jugando con la paciencia del ajedrecista. No reacciona impulsivamente, pero acumula razones para endurecer su postura. Los refuerzos militares en Crimea, la modernización de su sistema de defensa costera, el redespliegue de submarinos nucleares en la región son todas señales de que Moscú se prepara para un escenario de confrontación mayor si se ve obligado.
Los misiles británicos y franceses han cambiado las reglas del juego. Ya no estamos ante una guerra por «el Donbás» o «la soberanía ucraniana». Estamos ante un enfrentamiento abierto donde los actores reales son Rusia y la OTAN. Ucrania es el campo de batalla, pero no el protagonista.
En este contexto, el reciente anuncio de Rusia sobre su retiro del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares no es una casualidad. Es una señal de advertencia. «Si ustedes cruzan ciertas líneas, nosotros tenemos opciones que preferirían no ver desplegadas». ¡Y vaya si las tienen!
El problema es que la casta política occidental, atrapada en su propio relato propagandístico, parece no entender la gravedad de la situación. Siguen actuando como si pudieran jugar eternamente a la guerra de baja intensidad, golpear a Rusia sin recibir un contragolpe directo. Están equivocados.
Cada ataque a Crimea acerca el reloj un minuto más al «momento Sarmat», al momento en que Rusia podría decidir que el nivel de amenaza es inaceptable y responder con toda la potencia de su arsenal.
No se trata de alarmismo. Se trata de entender cómo funciona la doctrina militar rusa: la defensa de la integridad territorial es una línea roja absoluta. Crimea no es negociable. El que ataca Crimea está atacando Rusia. Y Rusia, cuando responde, no suele hacerlo a medias.
En este marco, vemos cómo se combinan los factores: desesperación occidental, debilidad interna en Europa, una guerra que no pueden ganar, y la necesidad de sostener un relato que se desmorona. Resultado: provocaciones peligrosas.
El tablero geopolítico muestra que Estados Unidos ya no está en condiciones de imponer un orden global como en los 90. El surgimiento del bloque Rusia-China, la creciente autonomía de países como la India, Irán, Arabia Saudita, Egipto, y la crisis estructural de la Unión Europea dibujan un mundo donde el unipolarismo está en retirada.
La OTAN, como extensión militar de esa hegemonía, también enfrenta su crisis. Su prestigiada «unidad» es hoy una quimera. Alemania se hunde en la recesión, Francia está convulsionada socialmente, el Reino Unido se desliza en el caos político. Y EE.UU., consumido en sus propias disputas internas, enfrenta elecciones donde la polarización alcanza niveles históricos.
En este mar de incertidumbres, apuestan a la provocación. Porque no pueden ganar en el terreno económico, ni diplomático, ni siquiera militar en una guerra convencional contra Rusia. Entonces apuestan a la ruleta rusa —nunca mejor dicho— de forzar a Moscú a cometer un error, a reaccionar de manera desproporcionada para justificar una intervención abierta.
Pero Putin, curtido en las trampas de Occidente, no parece dispuesto a darles el gusto. Hasta ahora.
Cada misil lanzado sobre Crimea, cada intento de atentado en territorio ruso, cada sabotaje, cada asesinato selectivo, suma tensión. Y el límite no es infinito.
La pregunta ya no es si el conflicto escalará. La pregunta es cuándo y cómo.
Crimea es, hoy más que nunca, el epicentro de un terremoto geopolítico. Quien no lo vea, simplemente no entiende el mundo en que vivimos.
Las opiniones y análisis expresados en este artículo pueden no coincidir con las de la redacción de Kontrainfo. Intentamos fomentar el intercambio de posturas, reflejando la realidad desde distintos ángulos, con la confianza de aportar así al debate popular y académico de ideas. Las mismas deben ser tomadas siempre con sentido crítico.
Fuente: https://youtube.com/live/Ggv1GrRD290?feature=share
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