Por Juan Manuel de Prada
Ha causado consternación en ámbitos derechosos arriscados el discurso del jefe de Estado español ante la Asamblea General de Naciones Unidas, que algunos de sus capitostes no han vacilado en calificar de «panfleto socialista». En otros ámbitos derechosos más contemporizadores, en cambio, se han resaltado los contrastes semánticos de este discurso con el que antes había pronunciado el doctor Sánchez –que si «genocidio», que si «masacre»–, para presentar al doctor Sánchez como la encarnación del extremismo, frente a Don Felipe, que representaría la moderación. Por supuesto, ni unos ni otros han entendido nada, con su característica falta de discernimiento. Los unos tratan de disimular su sionismo furioso presentando absurdamente al Rey como un abducido por las consignas «socialcomunistas». Los otros elogian pánfilamente la moderación, olvidando que el extremismo alerta a las almas, mientras la moderación –como enseña el demonio veterano de C. S. Lewis a su inexperto sobrino– las habitúa a respirar el aire mefítico del mal, perfumándolo de amabilidad y benevolencia, suavidad y blandura.
Ni unos ni otros quieren entender que el Régimen del 78 ha convertido la Monarquía en un mero órgano, la Jefatura de Estado, vacío de contenido, al estilo del Defensor del Pueblo o el Consejo de Estado. La figura del Rey, bajo el Régimen del 78, se convierte en un dontancredo más o menos risueño o ceñudo, más o menos ceremonioso o campechano –según convenga a cada situación–, sin otro cometido que dar brillo y empaque institucional al Régimen. No se trata tan sólo de que la Jefatura de Estado no pueda tener un discurso propio en cuestiones políticas medulares; sino de que, a la postre, la Jefatura de Estado no tiene otro cometido sino divulgar con formas pulcras y moderadas los «logros» del Régimen, que no son sino la agenda del reinado plutocrático mundial. En este sentido, al Jefe de Estado, durante su visita a la Asamblea de Naciones Unidas, le tocó exaltar el compromiso español con los «derechos sexuales y reproductivos» y fotografiarse con el rebanacuellos Al-Golani, que todavía no tengo claro si ha perpetrado «genocidios» o «masacres».
La Monarquía, nos enseñaba Pedro Sainz Rodríguez, «tiene un contenido moral que la democracia necesita remover, porque es un obstáculo para la realización de su programa». Esta remoción del obstáculo moral se ha logrado, bajo el Régimen del 78, mediante la creación de una Jefatura de Estado que es un mero órgano, inevitablemente poseído del nihilismo propio del Régimen. Como señalaba mi dilecto Pemán, «la mera existencia física de una persona única y hereditaria en la cima del Estado no basta para constituirlo en Monarquía, si a esa persona no se le atribuye el gobierno y el poder, sino meras funciones suntuarias, representativas y ceremoniales. Defendemos la Monarquía –unidad y continuidad– en cuanto forma de gobierno, no en cuanto forma de estética, ceremonia o representación».