LA IGLESIA Y EL MUNDO MODERNO (1ª. Edición, Buenos Aires, 1966)
El Misterio de la Pasión de la Iglesia
Por Julio Meinvielle
Cuáles sean los planes con respecto al curso de la Iglesia es un misterio insondable que sólo Dios conoce. Pero así como Cristo conoció su divina pasión y muerte, que dio vida al mundo, así también la Iglesia puede conocer días oscuros de Pasión. Es muy difícil determinar si los decretos del Concilio Vaticano II han de inaugurar una era de esplendor para la Iglesia, en que haga llegar su influencia salvadora a los pueblos, o, en cambio, haya de abrir un tiempo de oscuridad y recesión bajo el poder también misterioso de sus poderosos enemigos. Ambas posibilidades están en manos de Dios. Si hemos de apreciar con criterio humano, hemos de decir que este optimismo de la corriente progresista que embarga hoy a muchos y los llena de frenético e irrazonable entusiasmo no parece ser síntoma halagüeño. Porque en esta apertura de la verdad hacia formas más amplias y menos severas de contenido y de expresión, lo razonable, dada la mala voluntad de un enemigo con gran poder en los medios de comunicación, es que la Verdad pierda y no consiga en cambio nada que la favorezca. La Iglesia, Esposa legítima de Jesucristo, puede estar expuesta a un peligroso parangón con fámulas de orden inferior, si los ojos que han de ser la estimación son también de rango inferior. Además que la saludable voluntad de la Iglesia para un clima leal de libertad religiosa puede ser utilizada en manos de un Enemigo poderoso justamente en contra de la Verdad religiosa de la Cátedra Romana, única Verdad que tiene derecho nato a la más total libertad. Si los hombres y el Mundo fueran de buena voluntad, el problema no sería de solución tan difícil y ni siquiera se plantearía. Pero la historia nos dice que hay que contar con la mala voluntad del hombre. La historia de la Pasión de Cristo —el Evangelio— documenta esta mala voluntad del hombre. Porque, frente a la divinidad del Señor, frente a las obras que testimoniaban esa Divinidad, frente a la Luz que resplandecía a borbotones, “los hombres amaron más las tinieblas que la luz”(1).
Lo que ha pasado en la Pasión del Señor ha quedado como paradigma para el futuro. “El discípulo no está sobre el maestro”(2). Si la Iglesia no cuida con severidad su integridad interna de doctrina y de costumbres y si, para abrirse a los muchos, aligera su patrimonio propio, puede que deje de escuchar las palabras severas del Apóstol Timoteo, que le previene contra los falsos doctores. Y este es el peligro más inminente que se le presenta hoy a la Iglesia. La influencia de los teólogos progresistas que recuerdan a los falsos doctores de San Pablo en las dos cartas a Timoteo. Doctores que, influenciados por la falsa ciencia moderna, “se avergüenzan del Evangelio”(3); que quieren abandonar “la forma de los sanos discursos”(4) de la teología tradicional y romana para ocuparse en “disputas vanas, que para nada sirven, si no es para perdición de los oyentes”(5); doctores “que siempre están aprendiendo, sin lograr jamás llegar al conocimiento de la verdad”(6); recuérdese, en efecto, la teología problematicista de teólogos actuales, por ejemplo, y de sus innumerables discípulos en todo el mundo; recuérdese la furia de los nuevos teólogos contra las enseñanzas tradicionales sobre
“Cristiandad”, “civilización cristiana”, “orden público social cristiano”. “Mundo”, y se medirá la actualidad y urgencia de las palabras del Apóstol al prevenimos de que “has de saber que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles”(7); “un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina; ante deseos de novedades, se amontonarán maestros conformes a sus pasiones y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas”(8). Esta furia contra la teología tradicional, contra la teología romana, contra la teología y las fórmulas del gran doctor Santo Tomás, el “Doctor Común”, para dejar libre curso a una teología “existencialista”, “inmanentista”, “dialecticista”, no puede terminar sino en una labor destructiva de contenidos y fórmulas teológicas tradicionales
que dejan en descubierto y en desamparo dogmas fundamentales de la Verdad Católica.
Y así por ejemplo por la destrucción de la fórmula de la “transubstanciación” se llega a la negación del dogma de la “presencia real y sustancial” del Señor en la Eucaristía. Hasta ahora, se mantuvo firme y fija en la Iglesia la convicción de que la Cátedra Romana, con todos sus dicasterios, daba seguridad y firmeza a la fe de los otros obispos y doctores desparramados por el mundo. Confirma frates tuos (9) era la palabra del Señor dicha a Pedro para robustecer a los otros Apóstoles. Pero la nueva corriente progresista ha creado la convicción de que la Iglesia Romana frena y detiene los
impulsos de renovación y apertura que vienen de las otras iglesias en avanzada; de suerte que, contrariando la palabra del Señor, se está alentando un movimiento general para que, lejos de ser Roma la que dé firmeza a la Iglesia universal, sea ésta la que sostenga y dé fuerza a la Iglesia de Roma.
Todo ello lleva a pensar que la Iglesia puede conocer días oscuros de Pasión dentro mismo de su seno por la anarquía de opiniones con respecto a su enseñanza aún dogmática. No es raro expresarse hoy sobre el valor relativo, de definiciones dogmáticas de Concilios como el Tridentino y el Vaticano I. Si el relativismo no sólo alcanza a conclusiones teológicas sino a verdades dogmáticas definidas, tales como el pecado, el pecado original, la gracia, lo sobrenatural, la justificación, los sacramentos, etc., ¿qué hemos de pensar del estado de anarquía generalizado que puede producirse en el seno de la comunidad eclesiástica, con respecto al acervo doctrinario de verdades dogmáticas y de moral católica? ¿Qué hemos de pensar con respecto al grado que
puede alcanzar dicha anarquía, si como es de presumir, ciencias como la filología y la exégesis, y en otro orden de cosas, la psicología, han de seguir dominando exclusivamente la investigación y el estudio de los libros sagrados o de la moral católica?
Dios puede permitir la Pasión de la Iglesia con vistas a sacar bienes de ese mal, así como permitió la Pasión de su Hijo en redención del mundo. Pero sería un error concluir de aquí que ya que bienes tan grandes se pueden derivar de dicha Pasión —y por eso Dios la permite— también podría ser legítimo que nosotros cooperáramos en la realización de dicha Pasión, entrando en la corriente progresista de debilitamiento y de quebranto de la doctrina y de la moral católica. Sin embargo, tal puede ser la tentación de un progresista.
Es claro que, así como sería impío colaborar con la traición de Judas, o la perfidia de Caifás, aunque una y otra hayan contribuido en el plan divino a producir grandes bienes para el mundo, así igualmente lo sería cooperar en la Pasión de la Iglesia. El católico debe trabajar por el triunfo de la Iglesia. No por el hecho de que triunfe la Iglesia a la que tenemos la dicha y el honor de pertenecer, como si fuera nuestro partido, sino porque su triunfo efectivo en la santificación de los pueblos significa el bien de esos mismos pueblos y, en consecuencia, la gloria de Dios. El cristiano no puede dejar de desear una Iglesia “triunfalista”, en sano sentido. El cristiano no puede dejar de desear y de trabajar para una Iglesia de “Cristiandad”. Porque si la Iglesia es el Misterio que comunica al hombre con Dios, el cristiano no puede dejar de desear y de trabajar para que este misterio, que ilumina y salva a los pueblos, ejerza sobre ellos su benéfica dominación. Se dirá: ¿pero la Iglesia debe ser pobre y servidora? Si. Pobre y servidora como Reina y Señora, que no tiene para sí su riqueza y poder sino para dispensarlos muníficamente en favor de los necesitados. Y la Iglesia que llevó a los pueblos el beneficio de la evangelización también les llevó el de la civilización. Y el día que la Iglesia deje de llevarles uno y otro beneficio, los pueblos no sólo dejarán de ser
cristianos sino que también dejarán de ser humanos. La sociedad máquina que amenaza socializar en un régimen tecnocrático a la especie humana está allí para demostrarlo. Y si la sociedad de los pueblos del mundo no constituye una “Cristiandad” habrán de constituir una “Anticristiandad”. Si no han de ser la Ciudad de Dios, serán la Ciudad de Satán.
Creemos que, por naturaleza, la apertura de la Iglesia al Mundo que reclaman los teólogos progresistas, y tal como la reclaman, está destinada a trabajar para el misterio de iniquidad de que habla el Apóstol (10). Este error no es nuevo. Es el viejo error de Lamennais retomado por el democratismo cristiano y que propicia la convergencia de todos los hombres, sin distinción de religión, razas, culturas, en una democracia universal. San Pío X vio luminosamente el peligro de este error y así lo denunció enérgicamente en su Carta condenatoria de Le Sillon, cuando dice: “Cosa peor tememos todavía. El resultado de esa promiscua elaboración, el beneficiario de esa acción social cosmopolita, no puede ser más que una democracia que no será ni católica, ni protestante, ni judía; una religión (pues el “sillonismo” según han dicho sus jefes, es una religión) más universal que la misma Iglesia Católica, y que reúna a todos los hombres hechos a la postre hermanos y compañeros en el “reino de Dios” “No se trabaja para la Iglesia; se trabaja para la humanidad”. San Pío X podría haber dicho también: “Se trabaja para el Mundo”; “se trabaja para la civilización tecnocrática”, que ha de estar por encima de la Iglesia y que ha de utilizar a la Iglesia para la construcción de la nueva ciudad del Hombre. Esta es la ciudad de los masones, la ciudad de la Humanidad sin Cristo, la ciudad del Mundo sin Cristo, la ciudad de la civilización sin Cristo. O con un Cristo que trabaja por dentro de dicha humanidad, sin lograr dominarla ni enseñorearla.
En cambio, en la Ciudad Cristiana, en la Cristiandad, los pueblos, sin perder su autonomía en lo que se refiere a la satisfacción de sus necesidades económicas, políticas y culturales; se someten a la Iglesia en todas sus actividades religiosas y la reconocen como Valor Supremo y le rinden homenaje de pleitesía como a “Luz de los Pueblos”. La Iglesia entra, dentro de esa comunidad de pueblos, no de cualquier manera, sino como Señora y Reina que está por encima de “la plenitud de las naciones” (11).
La Iglesia ha cumplido un acto de misericordia de apertura al mundo. Sus poderosos enemigos, presentes en el mundo de hoy, con un poderío jamás soñado, pueden torcer ese acto de misericordia para convertirlo en ruina de los pueblos. Pero la Virgen está también presente en la Iglesia de hoy. Y Ella es Madre de la Misericordia y Madre de la Iglesia. Ella ha de cuidar para que este acto supremo de misericordia para con un mundo desgraciado sea eficaz y convierta a una humanidad sin Dios y sin dignidad humana en una “Plenitud de los Pueblos” en la Iglesia de Cristo. El Concilio Vaticano II que, en manos de los hombres, puede servir a la construcción de la Ciudad del Enemigo, en manos de María, Madre de la Iglesia, ha de servir ciertamente para la “Plenitud de los pueblos” en la Iglesia.
(1) Juan, 3, 19.
(2) Mateo, 10, 40.
(3) Rom., 1, 16.
(4) II Tim., 1, 13.
(5) Ibid., 2, 14.
(6) Ibid., 3, 7.
(7) Ibid., 3, 1.
(8) Ibid., 4, 3.
(9) Lucas, 22, 32.
(10) II Tes., 2, 7.
(11) Rom., 11, 25.
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