El negocio del miedo
Por Juan Manuel de Prada
«Εl miedo que tienes -dice don Quijote a su escudero- te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son». Así es, en efecto, y esto lo saben mejor que nadie los manipuladores sociales, que pueden instilar miedos irracionales entre la población para favorecer sus negocios. Hace algunos años, el abuelito Soros lo sintetizó magníficamente en una entrevista: «Aquello que en una situación de normalidad seria inconcebible no sólo se vuelve posible, sino que de hecho ocurre cuando la gente está desorientada y asustada».
La celebración del quinto aniversario de aquel gran negocio del miedo que fue la plaga coronavírica apenas ha servido para que reconozcamos que entonces fuimos convertidos en gente «desorientada y asustada», incapaz de ver y de oír a derechas, que aceptó las cosas más inconcebibles. Cuando el miedo anega nuestro cerebro reptiliano, se turban por completo nuestros sentidos, se ofusca nuestro discernimiento bajo los efectos de la ansiedad y el pánico y entonces los manipuladores sociales pueden convencernos de lo que les plazca, proporcionándonos las soluciones más milagrosas (pero siempre carísimas). En aquella ocasión, la solución mágica fueron los confinamientos ilegales, las absurdas mascarillas y sobre todo, las desastrosas terapias génicas que denominaron sarcásticamente vacunas. Y con ellas el negocio del miedo hizo su agosto.
El primer efecto del miedo es el gregarismo. La gente desorientada y asustada acepta el relato oficial (un batiburrillo de mentiras delirantes) y lo eleva al rango de dogma indiscutible, sugestionada por el martilleo de la propaganda. Lo hace, además, con una cerrada unanimidad (pero cuando todo el mundo piensa lo mismo es porque nadie se ha tomado la molestia de pensar), por temor al señalamiento, al desprestigio, al escarnio público, etcétera. Y no contenta con ello, la gente desorientada y asustada señala, desprestigia y escarnece a los escasos disidentes que osan rebelarse contra el gregarismo, que de este modo se convierten en chivos expiatorios en manos de los manipuladores sociales.
Aquel negocio del miedo se disfrazó entonces de «emergencia político-sanitaria» en la que la proterva OMS y una patulea de gobernantes corruptos, con el apoyo de «expertos» untados por la industria farmacéutica, urdieron un birlibirloque de proporciones trillonarias. Ya hemos sabido que las absurdas y ridículas mascarillas sirvieron para enriquecer a comisionistas desaprensivos y políticos puteros: pero el dineral que esa caterva se embauló con las mascarillas es un aperitivo de pícaros, en comparación con el festín pantagruélico de las terapias génicas (vulgo vacunas) que se inocularon a la gente desorientada y asustada. Algún día (desgraciadamente lejano) nuestros nietos tal vez lleguen a saber las fortunas que los gobernantes corruptos trasvasaron (pillando cacho, por supuesto) del erario público a la industria farmacéutica, para comprar millones de dosis de aquellos mejunjes por completo ineficaces que, además, provocaron terribles efectos secundarios en muchas de las personas inoculadas; y que hoy se pudren en sótanos o se arrojan a la basura a la chita callando, ante el silencio ignominioso de la prensa.
Todo aquel negocio del miedo montado en torno al coronavirus no fue un experimento aislado, sino una prueba piloto. Las sociedades convertidas en rebaños de gente desorientada y asustada pueden aceptar delirios inconcebibles: pueden ser encerradas en sucesivas cárceles psicóticas en donde se creen acechadas por amenazas tan incoercibles como fantasmagóricas (un virus letal, un apocalipsis climático, un archivillano que desea invadirles). Para ello, basta con instilar percepciones de la realidad completamente distorsionadas, pero convenientemente rebozaditas en una costra de paparruchas cientificistas, o en una catarata ininteligible de datos estadísticos, o en cualquier otra farfolla que las gentes desorientadas y asustadas deglutiran como si fuesen verdades reveladas, sin detenerse a pensar, sin poder pensar ya, dispuestas a defender con su peculio y con todo tipo de sacrificios personales los delirios que urden los manipuladores sociales. Así, por ejemplo, mientras llueve a cántaros durante más de tres semanas, podrán decirles que la sequía volverá a España tarde o temprano, y cada vez de forma más severa y frecuente debido al «cambio climático causado por el ser humano». O podrán también decir que los yihadistas que han tomado el poder en Siria están promoviendo una «transición inclusiva» que merece ser patrocinada, mientras rebanan cuellos de cristianos y alauitas. O podrán decir también que almacenemos víveres porque Putin se dispone a invadir Europa, cuando apenas puede reconquistar Kursk.
Cuando la gente está desorientada y asustada, las mentiras más burdas pueden imponerse, y a esa gente se le pueden prometer remedios salvíficos, a cambio de que apoquine: hace cinco años terapias génicas llamadas sarcásticamente vacunas; hoy rearmes que nuestro maniquí de Moncloa llama sarcásticamente salto tecnológico en defensas. La colusión que hace cinco años urdieron en combinación con la industria farmacéutica se disponen a hacerla ahora con la industria armamentística. Si entonces lograren hacernos creer que el coronavirus procedía de una delirante sopa de pangolín o murciélago mutante, ¿como no van a conseguir ahora hacernos creer que Putin pretende llegar hasta Lisboa, con sus tanques fabricados con chips de lavadoras y frigoríficos?
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