
Por Marcelo Ramírez
En tiempos donde las guerras ya no siempre se libran con balas, sino con ideas, símbolos y narrativas, conviene prestar atención a ciertos discursos que se infiltran incluso en espacios que, en teoría, deberían estar vacunados contra el virus ideológico del progresismo occidental.
Bajo el ropaje de la denuncia histórica —necesaria, sin dudas—, reaparecen estructuras discursivas que ya conocemos: la prédica misionera, pero invertida. Si antes los colonizadores iban a África con cruz y espada a “salvar almas”, ahora aparecen nuevos iluminados a predicar desde Bruselas, Estrasburgo y La Haya el evangelio laicista del siglo XXI, con sus nuevos dogmas, sus nuevas herejías y, sobre todo, con financiamiento de sobra.
Lo preocupante no es que estas ideas circulen en los medios occidentales —ya lo esperamos—, sino que comiencen a filtrarse también en medios internacionales rusos como RT, que deberían estar en las antípodas del discurso woke.
Un ejemplo: la nota publicada por RT que reproduce sin cuestionamiento la visión de un activista africano, Maxwell, que denuncia los abusos del cristianismo en África… pero no tiene en cuenta que fue educado, financiado y promocionado por las mismas estructuras occidentales que dice cuestionar.
Su autoridad parece provenir de su origen africano, pero su pensamiento no. Su léxico, sus referencias y su cosmovisión responden a manuales escritos en inglés académico y revisados por comités de corrección ideológica en alguna capital europea. Según publica el mismo medio, “Maxwell Boamah Amofa es director ejecutivo de la Alianza Internacional para el Desarrollo de África (IPAD) e investigador del Centro de Justicia Transicional de África Occidental (Centro WATJ).
“Aboga por la unidad africana, la justicia transicional y el desarrollo sostenible en África, y su principal interés radica en la mitigación y resolución de los conflictos armados en el continente. Maxwell ha participado en sesiones guiadas en el Parlamento Europeo en Estrasburgo, la Corte Internacional de Justicia y la Corte Penal Internacional en La Haya, la misma CPI que ha decretado la detención de Putin.
La formación académica de Maxwell incluye entre otras cosas, una maestría en Derechos Humanos Internacionales y Derecho Humanitario por la Universidad Europea Viadrina de Frankfurt (Oder). Inobjetablemente su visión representa no la de los pueblos africanos, que son el principal punto de expansión del cristianismo (especialmente el catolicismo), y si el de los amos de Bruselas.
La nueva narrativa europeísta impone un cristianismo reducido a un estereotipo: opresor, cómplice, retrógrado. Se borra cualquier matiz. No se distingue entre el catolicismo imperial belga o el español y/o el protestantismo anglosajón que, de hecho, fue responsable de horrores aún mayores que se popularizaron por el cine. Pero, claro, ¿por qué señalar a los anglosajones cuando el nuevo catecismo moral se escribe en inglés?
De pronto, la cruz se reemplaza por la bandera multicolor, el púlpito por ONGs financiadas por Soros y la prédica por manuales de género que ningún pueblo africano pidió, pero que todos deben aceptar si quieren un crédito, una carretera o un voto en Naciones Unidas. ¿Dónde queda la libertad de esos pueblos? Atrapada entre los condicionamientos del FMI y la diplomacia chantajista coercitiva del wokeismo global.
Maxwell no es un caso aislado. Forma parte de una camada de activistas y “pensadores” formados en Europa bajo la tutela de ONGs globalistas, cortes internacionales y universidades impregnadas de ideología posmoderna. Visten toga académica, pero repiten como dogma lo que les dictan desde la Comisión Europea o las fundaciones transnacionales. En sus discursos no hay una reconstrucción soberana, sino un recitado de las nuevas bienaventuranzas de la progresía: multiculturalismo vacío, diversidad obligatoria y relativismo agresivo.
No representan a África. Representan a sus financistas aunque su piel sea negra.
Curiosamente, estos predicadores nunca mencionan la responsabilidad de otras estructuras históricas que también esclavizaron o colonizaron. Tampoco dicen una palabra sobre las actuales formas de explotación cultural y simbólica, ni cuestionan el poder de las corporaciones que controlan medios, educación y pensamiento a nivel mundial. La crítica no es al poder; es solo a las formas incómodas de poder del pasado, cuyos intereses hoy han cambiado.
La meta de estos discursos no es la justicia ni la reparación histórica. Es el desarraigo. Eliminar la raíz cristiana de Europa e Iberoamérica, empezar por la católica, continuar por la ortodoxa y, más adelante, reemplazar toda identidad colectiva por un sujeto atomizado, sin pasado ni futuro, que consume, vota y repite slogans sin comprenderlos.
Por eso no sorprende que se reemplace la cruz por nuevos íconos: «arzobispas» abortistas, teología de género, misas inclusivas y derechos humanos descontextualizados. Pero eso no es fe: es parodia funcional al sistema.
Lo que estamos presenciando no es una crítica legítima a los excesos del pasado, sino una ofensiva ideológica que busca demoler las bases simbólicas de las civilizaciones que aún resisten. Desde el África profunda hasta la Rusia ortodoxa, pasando por Iberoamérica, el ataque es el mismo: destruir la identidad tradicional para imponer un nuevo orden tecnopolítico, fluido y obediente.
Y como toda guerra, esta también tiene soldados. Algunos van con uniforme; otros, con toga académica o teclado en mano. No todos son conscientes del rol que juegan. Algunos creen sinceramente que luchan por la justicia. Pero ya lo dijo Lenin: los tontos útiles siempre abundan.

