Por Daniele Perra
El proyecto de la Gran Europa, expresión del “Manifiesto de Chisinau”, puede y debe ser el punto de partida fundamental para el despertar de los pueblos europeos condenados a la insignificancia política por más de setenta años de ocupación colonial norteamericana. Privada de autonomía y de su identidad espiritual y cultural, Europa es víctima de un fenómeno de despolitización que ha deformado hasta sus cimientos el concepto de lo político y la dicotomía amigo/enemigo que le es inherente. La deformación liberal del lenguaje es la trampa que, según Carl Schmitt, ha reducido la idea de “enemigo” a la mera competencia en el plano económico. La identificación en el liberalismo del “mal” (como escuela de pensamiento orientada a la negación de los enunciados absolutos), hace de la Cuarta Teoría Política la base metafísica sobre la que establecer su propia lucha revolucionaria y cultural contra el mundo moderno. Una lucha que, parafraseando a Martin Hedigger, más que limitarse a la conservación (también un fenómeno puramente moderno), debe asumir el modo de un retorno (Ruckker) al lugar de la superación de la metafísica: es decir, allí donde el pensamiento europeo ha tomado el camino de la modernidad.
El filósofo y místico ruso Vladimir Solovev, en la introducción a su texto seminal Los tres diálogos y el cuento del Anticristo, se preguntaba qué era realmente el mal y qué determinaba su presencia en el mundo. “¿Qué es el mal? ¿Sólo un defecto de la naturaleza, una imperfección que se desvanece por sí misma a medida que crece la bondad, o una fuerza real que domina el mundo a través de sus atractivos de modo que para vencerla es necesario apoyarse en otro orden del ser?”[1].
En el centro de la reflexión de Solovev estaba tanto la cuestión de la esencia del mal como imperfección o accidente como la determinación de su origen y las vías espirituales para combatirlo.
La literatura patrística cristiana es rica en aportaciones fundamentales sobre este tema. En particular, San Agustín, en De civitate Dei, identifica el mal en el “pecado” y el orgullo como el principio de todo pecado. “El principio de la mala voluntad fue ciertamente el orgullo. Y el orgullo es el deseo de superioridad al revés. De hecho, se tiene superioridad a la inversa cuando, habiendo abandonado la autoridad a la que hay que adherirse, uno se convierte y es en cierto modo una autoridad para sí mismo. Ocurre cuando uno se convierte desordenadamente en un fin en sí mismo. Y uno es un fin para sí mismo cuando se desprende del bien inmutable”[2].
Ahora bien, partiendo de esta interpretación, el mal puede interpretarse y entenderse principalmente como la desunión del hombre respecto a Dios que produce la ausencia del bien. Como afirmó el escritor y político español, que inspiró a Carl Schmitt, y que a su vez se inspiró en San Agustín, Juan Donoso Cortés: “el origen del mal consiste en separarse del bien; negarlo alejándose de él”[3]. El intelecto humano, como resultado del libre albedrío, se ha separado de la mente divina. Se ha separado de la Verdad. Al hacerlo, el hombre ya no gravita en torno a Dios, su Polo, sino en torno a sí mismo. El mal es, pues, un accidente y no una esencia. Existe porque si no existiera, la libertad humana sería inconcebible.
Y el mal es el producto de la caída del ángel. De hecho, según San Juan Damasceno: “Los ángeles, al igual que los hombres, al estar dotados de razón, son libres y, al ser creados, también son cambiantes. Así lo demuestran, por un lado, el demonio -creado bueno por el Creador y convertido libremente en inventor de la soberbia y la malicia- y las potencias que se rebelaron con él, y por otro lado, las órdenes angélicas que permanecieron en el bien”[4]. Los ángeles y los hombres alteraron así el orden y, al rebelarse contra su creador, crearon el desorden. Adán, en su doble personificación del hombre y de toda la especie, a través del pecado original (un único pecado que, al mismo tiempo, los abarcaba a todos juntos) condenó al hombre al exilio de su condición paradisíaca-polar. Si el bien supremo, como informa de nuevo Donoso Cortés, consiste en mantener ese nexo recíproco establecido por Dios en la creación, es evidente que el desorden, o el mal por excelencia, radica en destruir ese “nexo maravilloso y esa armonía sublime”[5]. El bien supremo consiste, pues, en la asociación de los seres libres e inteligentes con Dios. Mientras que la negación de Dios por parte del hombre consiste en el mayor éxito del “mal”.
Ahora bien, el liberalismo, la ideología triunfante sobre las otras dos ideologías producidas por la modernidad (el comunismo y el fascismo), niega en su totalidad el carácter extrínsecamente teológico inherente a toda cuestión política seria. La escuela liberal es inepta para el bien porque carece de principios dogmáticos. Desprecia la teología y no comprende la estrecha relación entre lo humano y lo divino. Desprecia la religión porque, basándose en los principios del racionalismo y la filosofía positivista, tiende a equiparar la irracionalidad y el irracionalismo con la religión (que no es ni irracional ni irracionalista). La negación de Dios conlleva inevitablemente la negación del pecado y, en consecuencia, el nihilismo. La escuela liberal ha logrado la victoria sobre Dios mediante el triunfo del nihilismo[6]. La negación del pecado se expresa a través del triunfo de la clase mercantil (marginada) que ha desmantelado el tradicional sistema trifuncional de las sociedades indoeuropeas (Reyes / Sacerdotes – Guerreros – Trabajadores).
La herejía protestante, que está en la raíz del triunfo del liberalismo, es también “la fuente de toda revolución destinada a socavar el orden civil”[7]. A este respecto, René Guénon, consciente del énfasis del liberalismo en el individuo (el individuo es el sujeto cartesiano del liberalismo como teoría política), afirma: “la tendencia moderna, tal como la vemos afirmada en el protestantismo, es ante todo la tendencia al individualismo, que se manifiesta claramente por el libre examen, la negación de toda autoridad espiritual legítima y tradicional [… El individualismo, así entendido en el orden intelectual, tiene como consecuencia inevitable lo que podría llamarse una humanización de la religión, que acaba degenerando en religiosidad, es decir, siendo ahora una mera cuestión de sentimiento, un conjunto de vagas aspiraciones sin objeto definido; el sentimentalismo es, por así decirlo, complementario del racionalismo”[8].
La modernidad, junto con la Reforma Protestante (su producto inevitable), provocó la ruptura de la unidad espiritual europea. Y la historia de Europa se fundó al mismo tiempo en la pluralidad de sus culturas y en la singularidad de sus autoridades espirituales[9].
Se ha establecido que el mal, como negación de Dios, es el principio fundador de la modernidad. No es difícil argumentar que la manifestación del Anticristo, como figura político-filosófica, constituye, a su vez, “la esencia de la fase final a través de la cual la filosofía política de la modernidad evoluciona hacia la filosofía política de la posmodernidad”[10]. 10] Es decir, de cómo esto es parte integrante de una perspectiva filosófica en la que el hombre, separado de la Verdad y de su Creador, se convierte en víctima del mal entendido como una fuerza demoníaca que, incapaz de crear, busca hacer del hombre un simulacro de sí mismo, destruyendo al mismo tiempo toda institución de esencia divina (principalmente la familia).
Una perspectiva que encuentra sus fundamentos en el manifiesto de la izquierda imperialista y postmarxista Imperio: la obra de Toni Negri y Michael Hardt en la que se ensalza la hibridación del hombre con la máquina, el cosmopolitismo cultural, la inmigración incontrolada como fenómeno revolucionario, y en la que la propia reproducción humana se concibe como un fenómeno contrario al progreso[11]. 11] Ideas heredadas en algunos aspectos del supermoralismo cosmista de Nikolai Fedorov que pretendía superar la muerte y luchar contra las fuerzas de la naturaleza mediante la electrificación de toda la superficie terrestre.
Ante tal estado de cosas, se hace necesario, dentro de la elaboración filosófica de la Cuarta Teoría, asumir una perspectiva metafísica dirigida a superar la condición de Sujeto-Exilio del hombre y reunirlo con la dimensión de lo sagrado.
En este sentido, la identificación del Sujeto de la Cuarta Teoría con el Dasein (Esser-ci) heideggeriano tiene una importancia fundamental. Y al mismo tiempo, es necesario identificar el momento en que la metafísica europea traicionó su esencia al transformarse en su anti-esencia moderna basada en la negación de lo divino.
En este sentido, más allá del planteamiento histórico generalmente aceptado, René Guénon hace coincidir el inicio de la era moderna con los acontecimientos que tuvieron lugar entre 1300 y 1314; es decir, la destrucción de la Orden del Temple, la consiguiente perversión de la doctrina iniciática y la misteriosa muerte del emperador Enrique VII de Luxemburgo[13] (uno de los más importantes exponentes de esa Tradición Gibelina que Julius Evola definió como “la espléndida primavera de Europa cortada de raíz”[14]).
La superación de la condición de Sujeto-Exilio, el sufrimiento por el pecado original y la caída que lo alejó de Dios, es la tarea ineludible del Dasein como Sujeto de la Cuarta Teoría.
Damasceno escribe: “adoramos a Dios anhelando la Patria Antigua y volviendo los ojos hacia ella”[15]. Se dice en las Sagradas Escrituras: “Dios plantó un jardín en el Edén, en el Este, y colocó allí al hombre que había formado, pero luego lo expulsó después de que hubiera transgredido y lo hizo habitar frente al jardín de las delicias, es decir, en el Oeste”.
En los textos sagrados del cristianismo, la identificación de Occidente como tierra de exilio aparece ya con toda su fuerza; una tierra de lo oculto, del ocaso y de la muerte, como bien ha señalado Martin Heidegger.
Una idea similar de Occidente está también presente en el misticismo persa de Sohrawardi y en el simbolismo del Cuento del Exilio Occidental, en el que el Occidente (tierra del ocaso) se contrapone al Oriente de las Luces. “Ishraq es el nombre verbal que designa el esplendor, el resplandor del sol en su salida”[16]. Sólo la iniciación conduce al místico de vuelta desde el Oeste a su origen, a su Oriente.
Conjunción sincrética de hermetismo, platonismo, islamismo y zoroastrismo, el misticismo sohrawardi tiene un antecedente europeo en la elaboración teórica del filósofo bizantino Gemisto Platón basada en la interpretación de los arquetipos platónicos en términos de la angelología zoroastriana.
Oriente es, pues, el lugar del ser-nosotros (Dasein). Es el lugar del Ereignis (Acontecimiento) que conducirá a la superación de la condición de exiliado del sujeto. Ya lo dicen las Sagradas Escrituras: “como el rayo que viene de Oriente y brilla en Occidente, así será la venida del Hijo del Hombre”.
La experiencia mística encaminada al reencuentro con Dios no puede prescindir de una adecuada preparación filosófica del intelecto. El recuerdo (Einkehr) es un requisito esencial para emprender el camino del “retorno”. Y el recogimiento es el requisito previo por el que el alma, atraída por Dios en su interior, se transforma en él para formar parte de lo divino. El místico alemán Meister Eckhart afirma: “a través del intelecto Dios se manifiesta y en el intelecto Dios se manifiesta a sí mismo, en el intelecto Dios se vierte en sí mismo, en el intelecto se vierte en todas las cosas, en el intelecto creó todas las cosas”[17]. Una perspectiva no muy distinta, sino íntimamente ligada a la del ya mencionado Vladimir Solov’ev, según el cual el conocimiento intelectual no es suficiente y el ascetismo, como movimiento interior de la voluntad centrado en la aversión al mal y el desapego a él, es el presupuesto necesario para la conversión hacia lo divino[18].
La reapropiación de la dimensión de lo sagrado, a su vez, es un requisito indispensable para el reposicionamiento de Europa en su ubicación espiritual natural y, por tanto, para la consecución de esa soberanía plena cuyo origen y naturaleza, como afirmó el filósofo político francés Joseph De Maistre en su estudio sobre la soberanía, al igual que cualquier forma tradicional de gobierno, es una construcción divina. “Toda constitución es una creación en el pleno sentido de la palabra, y toda creación está fuera de los poderes humanos”[19].
La fuerza de la Cuarta Teoría Política debe concentrarse, por tanto, en su capacidad no sólo para condenar la realidad impuesta por la modernidad y su demoníaco progresismo, sino también y sobre todo en su potencial como herramienta filosófica para su abolición. Pues todo pensamiento que condena la realidad sin poder abolirla se revela pronto falaz, débil, inestable e infiel ante todo a sí mismo.
[1] V. Solov’ev, I tre dialoghi e il racconto dell’Anticristo, Marietti Editore, Genova 1996, p.35.
[2] Sant’Agostino, De civitate Dei, XIV, 13,1.
[3] J. Donoso Cortes, Saggio sul cattolicesimo, il liberalismo e il socialismo, Il Cerchio, Rimini 2007, p. 23.
[4] San Giovanni Damasceno, Sulla fede ortodossa, Città Nuova – Collana di Testi Patristici a cura di A. Quacquerelli, Roma 1998, p. 105.
[5] Saggio sul cattolicesimo, il liberalismo e il socialismo, ivi cit., p. 48.
[6] A. Dugin, Alcuni suggerimenti riguardanti le prospettive per la Quarta Teoria Politica in Europa, su www.geopolitica.ru
[7] Saggio sul cattolicesimo, il liberalismo e il socialismo, ivi cit., p. 55.
[8] R. Guénon, Simboli della Scienza Sacra, Adelphi Edizioni, Milano 1975, p. 371.
[9] Alcuni suggerimenti riguardanti le prospettive per la Quarta Teoria Politica in Europa, ivi cit.
[10] A. Dugin, The fourth political theory and the problem of the devil, su www.geopolitica.ru
[11] T. Negri – M. Hardt, Impero, BUR – Biblioteca Universale Rizzoli, Milano 2003.
[12] A. Dugin, Russia segreta, Edizioni all’insegna del Veltro – Collana Elettrolibri, Parma 2004.
[13] R. Guénon, L’esoterismo di Dante, Adelphi Edizioni, Milano 2001, p. 77.
[14] J. Evola, Rivolta contro il mondo moderno, Edizioni Mediterranee, Roma 1998, p. 350.
[15] Sulla fede ortodossa, ivi cit., p. 201.
[16] H. Corbin, Storia della filosofia islamica, Adelphi Edizioni, Milano 1973, p. 201.
[17] M. Eckhart, Sermoni tedeschi, Adelphi Edizioni, Milano 1985, p. 81.
[18] V. Solov’ev, I fondamenti spirituali della vita, Edizioni Lipa – Il Mantello di Elia, Roma 1998, p. 34.
[19] J. De Maistre, Scritti politici. Studio sulla sovranità e il principio generatore delle costituzioni politiche, Cantagalli Editore – Classici Cristiani, Siena 2000, p. 43.
Fuente
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