El Resucitado de Salustiano García – Por Juan Manuel de Prada

El Resucitado de Salustiano García
Por Juan Manuel de Prada

Después de comer del fruto del árbol prohibido, Adán se esconde en la espesura del Edén, para evitar que Yahvé vea su desnudez. Ante lo que Yahvé le pregunta: «¿Quién te informó de que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?». Pues, en efecto, hasta probar su fruto, Adán se había paseado en porreta tan pichi, sin importarle un comino que Yahvé le viera los perendengues. Es su pecado el que convierte su desnudez en impúdica; es su mirada sucia y empecatada la que ensucia su cuerpo.

Me he acordado, inevitablemente, de este pasaje del Génesis ante las reacciones furibundas que ha provocado el Resucitado del pintor Salustiano García con el que se anuncia la Semana Santa sevillana. Se ha afirmado que trata de «sexualizar» a Jesucristo, o que pretende ser una «provocación homoerótica». Pero es la mirada sucia de quienes lo miran quienes ven tales cosas, pues el Resucitado de Salustiano García no muestra ninguna actitud obscena, ni hallamos en él alusión sexual de ningún tipo. Si por haber tomado como modelo a un guapo mozo con el torso delineado pero no fornido nos hallamos ante una «sexualización homoerótica» deberíamos aplicar los mismos juicios al delicado ‘Cristo risorto’ que Tiziano pinta en 1512. Y no sé entonces cómo deberíamos calificar el fornido ‘Cristo risorto’ esculpido por Miguel Ángel ante el que un día recé, en Bassano Romano, mientras me enseñaba tranquilamente sus perendengues.

¿Está más ‘sexualizado’ el Cristo de Salustiano García que las ‘Vírgenes de la leche’, de tan gozosa tradición iconográfica? ¿Conocerán estos paladines de la pudicia la ‘Virgen con Niño’ de Jean Fouquet (1458)? Aparte de una mirada en exceso sucia, los denuestos y execraciones a este Resucitado de Salustiano García vuelven a confrontarnos con la franca hostilidad hacia el arte que ha florecido en ciertos ámbitos católicos. No se nos escapa que en esta hostilidad subyacen razones o sinrazones de tipo ideológico (ya Charles Péguy nos advertía sobre los peligros de convertir la mística en política, de envolver con coartadas religiosas nuestros prejuicios ideológicos); y tampoco que cierto fariseísmo ha hallado en esta hostilidad la excusa perfecta para condenar al artista de hábitos licenciosos o heterodoxos. Pero lo cierto es que muchas de las cúspides del arte católico fueron realizadas precisamente por artistas de hábitos licenciosos y heterodoxos (pensemos en Caravaggio, por ejemplo); pues la Gracia –como también nos enseña Péguy– utiliza muchas veces la puerta de entrada del pecado para bendecir a sus predilectos. El rechazo a los artistas ‘réprobos’ es en el fondo rechazo a la Gracia divina.

Se ha dicho también que este Resucitado de Salustiano García «no invita a rezar»; y por ello debe ser descalificado como muestra de arte religioso. Es la misma acusación que Léon Bloy lanza en ‘La mujer pobre’ contra la ‘Transfiguración’ de Rafael Sanzio: «A la vista de esos tres gimnastas en bata, propulsados simétricamente por el trampolín de las nubes, declaro que me sería totalmente imposible farfullar la más mínima oración». Para Bloy, el arte sólo fue auténticamente religioso en la Edad Media, para convertirse desde el Renacimiento en un arte de intención esteticista: «Quizás un día sea posible –escribe Bloy– afirmar que la así llamada pintura religiosa de los renacentistas no fue menos funesta para el Cristianismo que el mismo Lutero; y yo espero la llegada del poeta clarividente que cantará el ‘Paraíso perdido’ de nuestra inocencia estética». Este debate de la inocencia estética perdida es legítimo y podría plantearse, desde luego, ante el Resucitado de Salustiano García; pero lo mismo deberíamos hacer entonces ante la ‘Transfiguración’ de Rafael. Por lo demás, las razones por las que uno reza ante una obra de arte son muy variadas y a menudo inextricables; pues la oración es siempre personal (si no siempre en su forma, siempre en su fondo). Yo, sin ir más lejos, recé con lágrimas en los ojos ante el fornido y desnudísimo ‘Cristo risorto’ de Bassano Romano.

Muchos católicos han desarrollado una aversión lamentable al arte como consecuencia del sentimentalismo pío sulpiciano que arruinó la tradición artística católica y estragó los gustos de los devotos; terrible plaga almibarada a la que sucedió otra acaso mayor, la de un seudoarte nihilista, feísta, subhumano y monstruoso que ofendía al Dogma y a la Belleza. Y muchos católicos, reaccionando contra estas pacotillas siniestras, han vuelto a caer en el error sulpiciano. Como nos enseña C. S. Lewis, Satanás siempre envía el error al mundo en pares que son opuestos; pues pretende que los humanos reaccionemos con tanto furor contra un error que caigamos en el contrario y seamos atrapados por él. Sin darnos cuenta, los católicos empezamos a parecernos a aquellos herejes iconoclastas de la Antigüedad, que proclamaban orgullosos su odio a la expresión sensible de la divinidad, por considerarla irreverente, sacrílega, blasfema. La unión del Creador y la criatura no se detiene en el ser racional del hombre, sino que abraza también su ser corporal y sensible. Y esta unión de Dios con el ser corporal y sensible del hombre incluye los torsos delineados de los mozos guapos, que son imagen visible de Dios. Recordemos aquellas palabras de Simone Weil: «En todo lo que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de la belleza está realmente la presencia de Dios. Existe casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuyo signo es la belleza. Lo bello es la prueba experimental de que la Encarnación es posible«.

Para mí que ese Resucitado de Salustiano García no hubiese provocado la execración de Simone Weil. Como la de nadie que piense que el Dios encarnado fue el más guapo mozo que pisó la faz de la Tierra.

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