Por Juan Manuel de Prada
En un editorial reciente, haciendo recapitulación de sus primeros meses en la Casa Blanca, este periódico acababa tildando a Donald Trump de fanfarrón, cuyos estridentes aspavientos no han hecho sino generar caos. En alguna ocasión anterior, después de que fuese desalojado del poder, escribimos que Trump había resultado a la postre una versión ful de Catilina, habiendo podido ser un nuevo Julio César. Nos sorprendió que volviese a obtener un triunfo electoral; y dimos por hecho que el fiasco anterior le serviría para evitar los viejos errores.
Increíblemente, está repitiendo todas y cada una de las fantochadas de su primer mandato, ahora además aderezadas por episodios rocambolescos y sainetes varios, como su idilio y posterior divorcio con el magnate Musk. Habría que empezar a preguntarse seriamente si todas esas fantochadas de Trump no son más bien una suerte de catalizador que, provocando antagonismos tan chirriantes como inanes, favorece la hegemonía del progresismo. En alguna ocasión anterior hemos deslizado esta hipótesis y comprobado que en las filas de la derechita valiente provoca ronchas y espumarajos; prueba inequívoca de que habíamos metido el dedo en la llaga.
Un gobernante que de veras aspirase a derrumbar la hegemonía del progresismo se desempeñaría con prudencia, haciendo primero ‘luz de gas’ al enemigo y después dejándolo inerme (cegando discretamente sus vías de financiación, apagando sus altavoces, etcétera), para finalmente estrangularlo. Trump actúa exactamente al contrario, exacerbando los antagonismos sociales, violentando las leyes, anunciando con gran fanfarria medidas drásticas que a la postre se revelan faroles grotescos, o amagos que se quedan en agua de borrajas, o meros cuentos de la lechera. Pero, entretanto, mientras aturde con su fanfarria, provoca el pánico bursátil, atiza enfrentamientos con el poder judicial, proclama promesas irrealizables que sólo generan frustración y encono (como ha ocurrido con la guerra de Ucrania), profiere bestialidades frívolas que favorecen el trabajo de los carniceros (como ha ocurrido en Gaza); y, en fin, facilita enormemente la movilización del adversario, que agita sus terminales propagandísticas y logra un cierre de filas entre sus adeptos. Así, Trump genera una dinámica «aceleracionista» que beneficia sobre todo a los progresistas que supuestamente combate, que volverán con renovados bríos e impulsarán su agenda hasta nuevos finisterres (como ya ocurrió durante el mandato de Biden).
El fiasco de Trump vuelve a probarnos que, sin la virtud de la prudencia, no es posible una política volcada hacia el bien común, sino tan sólo política de bandería (que, cuando es especialmente chirriante, favorece además a la bandería contraria). Cuando falta la prudencia, la política acaba degenerando en energumenismo párvulo; y siendo la levadura de los peores demonios, que son los que Trump desató hace ocho años y ahora está volviendo a desatar.
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