Escritores en la picota – Por Juan Manuel de Prada

Escritores en la picota
Por Juan Manuel de Prada

Recientemente se volvió a avivar en España el debate sobre la libertad artística y los limites morales de la literatura. ¿Merecen una protección especial quienes dan -utilizamos la expresión de Mallarmé- un sentido más puro a las palabras de la tribu? Aquí habría que discutir quiénes son los escritores que en verdad purifican las palabras de la tribu: y quiénes son meros petardos que buscan notoriedad con ocurrencias aberrantes. En los últimos tiempos, por otro lado, la libertad artística se halla sitiada y sin el escudo protector de su categoría estética: pues cada vez es mayor el número de zoquetes organizados en hordas sin juicio estético e incapaces de distinguir los usos enunciativo y figurado del lenguaje.

En 1932, André Breton defendió públicamente el incendiario poema de Louis Aragon Front Rouge (en el que podía leerse: «¡Fusilad a Léon Blum!»), frente a los cargos de incitación al asesinato, Breton consideraba que la obra de un escritor no se puede juzgar por la literalidad de tal o cual pasaje, como si fuese un mero panfleto político y que la literatura crea «acciones simbólicas transgresoras que no pueden ser sometidas a la censura o a la condena legal». Pero no podemos olvidar que muchos plumíferos utilizan esta excusa de la «acción simbólica transgresora» como la forma más barata y sensacionalista de publicidad. ¿Deben las leyes mantener un refugio para sus experimentos más extremos? ¿Necesita o merece el escritor -cualquier escritor, aun el más venal o birrioso- más libertad de expresión que el hombre de la calle? ¿No deberíamos, por el contrario, considerar que la literatura tiene unas obligaciones morales y que, por lo tanto, los escritores tienen una responsabilidad especial, como sostenía Platón? Nosotros nos adherimos al juicio formulado por Barbey D’Aurevilly: «Los pintores de nervio pueden pintarlo todo y su pintura es siempre bastante moral cuando es trágica e inspira horror hacia aquello que reproduce, sólo son inmorales los impasibles y los burlones».

En estos días, inevitablemente, me he acordado del escritor fusilado hace ochenta años Robert Brasillach (1909-1945), uno de los personajes que pululan por mi reciente novela ‘Mil ojos esconde la noche’, y sobre quien acaba de publicarse un suculento libro, ‘El caso Brasillach’, de Alice Kaplan (Fórcola), que he tenido el honor de prologar. Brasillach había militado en la juventud en la Acción Francesa de Maurras, para distanciarse luego de su maestro e ingresar en las filas del fascismo francés, partidario de estrechar lazos con el invasor alemán. Brasillach expuso sin recato sus ideas en el semanario antisemita ‘Je Suis Partout’, cuyas vicisitudes también narro en mi novela. En 1944, a diferencia de otros muchos escritores colaboracionistas que tomaron las de Villadiego, Brasillach permaneció en Francia y se entregó a la Policía. En enero de 1945, sería juzgado por «inteligencia con el enemigo» y condenado a muerte. Remito a los lectores interesados en los pormenores de este juicio al citado libro de Alice Kaplan.

Una de las principales responsabilidades del general De Gaulle en 1945 era la de usar su poder de perdonar o conmutar las penas. Más de cincuenta escritores ilustres encabezados por François Mauriac (entre los que se contaban Colette, Valery, Cocteau, Claudel o Camus) dirigieron una petición de clemencia a De Gaulle en la que podía leerse: «En ese partisano cegado y traicionado por la pasión hasta el punto de cometer los peores errores, vemos aún a aquel hombre que nos asombró hace años cuando descubrimos que amaba como hay que amar lo mejor de la cultura y la civilización francesas… Es espantoso tener que cortar una cabeza que piensa, aunque piense equivocadamente». Pero De Gaulle se negó a indultar a Brasillach, alegando que su talla intelectual y los valores estéticos de su obra lo hacían más responsable de sus palabras que a una persona común. Si Brasillach hubiese sido juzgado unos pocos años más tarde, se habría librado del fusilamiento, pero en febrero de 1945 De Gaulle necesitaba un chivo expiatorio para poder instaurar su genial ficción política de una Francia mayoritariamente resistente frente a una minoría rectora colaboracionista: ficción que, a cambio de hacer rodar unas pocas cabezas, le permitió evitar una guerra civil.

De Gaulle adoptó entonces con Brasillach la misma solución pragmática y cruel que Caifás adopta con Jesús: «Nos conviene que uno muera por el pueblo». En 1960, estando de nuevo en el poder De Gaulle durante la guerra de independencia argelina, se publicaría el célebre ‘Manifiesto de los 121’ en apoyo del FLN. Muchos de los firmantes del manifiesto fueron arrestados, pero no Jean-Paul Sartre (quien, por cierto, quince años atrás se había negado a firmar la petición de clemencia en favor de Brasillach). Desde ámbitos conservadores se exigió a De Gaulle que Sartre no recibiese un trato privilegiado; a lo que De Gaulle respondió con una frase con vocación de epigrama: «On ne met pas Voltaire en prison» («No se puede meter en la cárcel a Voltaire»). De Gaulle, que había dejado caer implacablemente todo el peso de la ley sobre el escritor Brasillach, concedió al escritor Sartre el estatus de persona con derecho a saltarse la ley. De este modo, quedó demostrado que sólo algunos escritores privilegiados pueden permitirse el lujo de realizar «acciones simbólicas transgresoras» a los que «piensan equivocadamente» se les puede enviar tranquilamente a la picota.

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