Esplendor del Barroco – Por Juan Manuel de Prada

Esplendor del Barroco
Por Juan Manuel de Prada

Visitamos en la catedral de Valladolid la exposición recién inaugurada que junta (que confronta, para ilustrar su íntima unidad) una selección de las obras de los imagineros Gregorio Fernández y Juan Martínez Montañés, cúspides respectivas de las escuelas castellana y sevillana. Se trata de una exposición de una belleza abrasadora, que conmueve y a la vez sobrecoge; y que vuelve a demostrarnos que la nota distintiva del carácter español es la gravedad, una ‘gravitas’ sedienta de luz, victoriosa de las tinieblas, que adquiere su expresión más cuajada en el arte barroco.

Así queda nítidamente reflejado en esta exposición prodigiosa de Fernández y Montañés, que nos permite entender las diferencias notorias y la íntima unidad de dos artistas de estilos diversos que se complementan y enriquecen mutuamente. Fernández y Montañés tal vez nunca llegaran a conocerse; pero participan de unas influencias similares y, sobre todo, de una visión espiritual común que eleva sus creaciones y en cierto modo las hace converger, sin que pierdan ni un ápice de su autonomía. Esa visión espiritual común les permite hacer imágenes en las que lo sagrado se hace carnal y viceversa, deshaciéndose –como de una cáscara vieja– de los artificios manieristas, para desembocar ambos –cada uno con su personalidad distintiva, más expresionista y dramática la de Fernández, más contenida y delicada la de Montañés– en el Barroco.

Sobre el Barroco –que es la identidad estética y espiritual más propiamente española– circulan muchas mistificaciones que impiden su comprensión cabal. El Barroco no es una mera reacción al clasicismo, ni tampoco una superación o degeneración o agotamiento del mismo, sino la plasmación artística de una determinada concepción del hombre y de su lugar en el mundo. El Barroco, en sus creaciones más señeras –y desde luego las tallas de Fernández y Montañés lo son–, plasma la tensión dramática entre el destino sobrenatural –glorioso– del hombre y su concreta circunstancia terrenal; y todo ello a través de formas expresivas a la vez apasionadas y místicas que cristalizan en una gravedad que puede ser más dulce o severa, más tremendista o idealizada; pero unida en su diversidad, como están unidos, conservando su distinción, los átomos y los ángeles, para formar coros y moléculas.

En esta exposición de Fernández y Montañés, bajo las altas bóvedas de la catedral vallisoletana, anidando entre los pilares que se disparan como surtidores de agua bautismal para florecer en lo alto, el visitante puede «escuchar con los ojos» el latido del Barroco español, que no es un mero culto a las formas, sino expresión de un drama teológico en el que se juntan la tristeza de la caída y el alborozo del vuelo, las simas de la muerte donde la carne se adorna de verdugones y las cumbres de la gloria donde el alma se adelgaza hasta tornarse luz. Por eso en las creaciones de Fernández y Montañés hallamos a un tiempo formas que se elevan –santos en un éxtasis místico o en un rompimiento de gloria, Vírgenes con la luna a sus pies y la antigua serpiente acogotada– y formas que se duelen: Cristos flagelados por los que se desangra el mundo, Cristos yacentes que detienen la órbita de los planetas, santos penitentes que se golpean el pecho con un guijarro, como si golpeasen con una aldaba su propio sepulcro. Y en esta mezcla de formas que se elevan y se duelen se halla el equilibro barroco, que no es la falsa armonía renacentista, idealizadora de los placeres mundanos, sino equilibrio que subordina la vida a su fin último, que es la salvación del alma.

Montañés y Fernández nos enseñan a través de su obra la esencia última del arte barroco, que es un anhelo de infinitud y trascendencia desde la conciencia de nuestra finitud y debilidad terrenales; una contradicción aparente que a veces se resuelve de forma tortuosa y desaforada y otras con una serenidad dulcísima. Esa tensión interior nunca el arte había sido capaz de plasmarla antes; y sospecho que nunca ha sido capaz de plasmarla después (pues a medida que el arte se ‘desbarroquiza’ pierde noción del misterio de nuestra fragilidad anhelante de grandeza). Frente a los arquetipos idealizados del Renacimiento, el arte barroco fija su atención en cada figura humana, en cada acción humana, en cada gesto humano, con exagerada y abnegada minucia: la mano que se crispa, recorrida de venas como ríos de lava; la boca que gime como si cantase un himno de gracias; la carne sublimada por el ascetismo o dilacerada por el martirio. Fernández y Montañés, catequistas sublimes de Trento, sabían que en el libre albedrío de cada hombre se dirime su destino; sabían que en las más tristes y mortificantes realidades mundanas anida la Redención; sabían que en la vida que se extingue está prefigurada la Resurrección.

De todo esto nos habla esta exposición grandiosa que muy encarecidamente recomiendo. Afirmaba Leonardo Castellani que «la nación que pierde el sentido de lo sacro está perdida»; y añadía que «el sentido de lo sacro no es la religión sino algo anterior a ella; en el cual ella se encarna y a la vez lo estructura, en relación de materia y forma». La pérdida de este sentido de lo sacro dificulta sobremanera –o más bien torna imposible– el entendimiento de las realidades naturales, que despojadas de su entraña e inspiración sagradas se vuelven antinaturales, según la divulgada sentencia chestertoniana. Y así, cuando uno abandona la catedral de Valladolid, entiende perfectamente por qué el arte de nuestra época es un arte antinatural y fiambre.

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