Frente a la IA: ¿Dónde quedamos nosotros?
Por Ivone Alves García
Entre la inteligencia artificial que todo lo puede y un mundo que no promete nada, los jóvenes de hoy cargan con una angustia que nadie se anima a nombrar. No es solo ansiedad. No es una “crisis de los veintitantos”. Es algo más profundo. Una sensación de estar parados en medio de un mundo que se cae a pedazos y otro que avanza sin necesitarlos. Un mundo que habla de innovación, de disrupción, de tecnologías que supuestamente vienen a ayudar… pero que, en la práctica, los deja afuera.
Porque la IA no es una promesa. Ya es presente. Ya escribe textos, edita imágenes, traduce idiomas, responde mensajes, hace informes, toma decisiones, despide empleados.
Y lo hace con una eficiencia que asusta.
Entonces, la pregunta aparece sola: ¿Para qué estudiar si lo que aprendés ya lo está haciendo una máquina? ¿Para qué hablar con alguien de otro país, si no sabés si del otro lado hay una persona o un programa bien entrenado para parecerlo? ¿Para qué soñar con un proyecto, con una carrera, con una pareja, si todo parece virtual, descartable o impostado?
Ese “no saber” constante erosiona la confianza. No sabés si lo que ves es real. Si lo que sentís es recíproco. Si lo que estás construyendo va a durar o va a ser reemplazado por la próxima actualización. Y entonces aparece el vacío. Un vacío que no se llena con likes, ni con gurúes de productividad, ni con frases motivadoras de Instagram. Un vacío existencial que se hace más grande cuando el entorno te exige que estés feliz, creativo, flexible, adaptado… mientras vos te sentís cada vez más solo, más confundido, más desconectado.
Y no es porque los jóvenes “no tienen ganas”. No es que están “en cualquiera”. Es que el sistema no les ofrece un horizonte creíble. Les dijeron que si estudiaban, conseguían trabajo. Que si eran responsables, podían proyectar una vida. Que si hacían las cosas bien, iban a estar mejor. Pero nada de eso se cumple. Y lo peor: no hay nadie que se haga cargo.
Entonces aparece el miedo.
Miedo a no encontrar sentido.
Miedo a no ser elegidos.
Miedo a no encajar.
Miedo a no poder formar una familia.
Miedo a no poder sostener la cabeza en alto en un mundo que te compara todo el tiempo con estándares imposibles.
Y ese miedo es legítimo. No es debilidad.
Es señal de conciencia.
Es síntoma de una generación que no quiere repetir los errores del pasado, pero tampoco encuentra referencias claras hacia dónde ir.
Frente a eso, la salida no va a venir de arriba. Ni de Silicon Valley, ni de los discursos oficiales, ni de los algoritmos. La salida va a venir de reconstruir sentido desde abajo, entre nosotros.
Volver a confiar en lo humano. Volver a hablar cara a cara. Volver a crear vínculos que no necesiten filtros ni simulaciones. Volver a imaginar futuros, aunque parezcan utópicos.
Porque lo que está en juego no es el trabajo del futuro, es el alma del presente. Y esa, la IA todavía no la puede programar.
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