Hablemos en serio de inmigración – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada

Las revueltas recientes en Torre Pacheco han presentado elementos inconfundibles de operación de falsa bandera –¡esos agitadores «ultras» venidos de otras regiones!– y han sido mediáticamente engordadas por orden monclovita, para hacer olvidar a las masas cretinizadas los oprobiosos vínculos del doctor Sánchez con el proxenetismo. Pero, dejando aparte estos extremos, han vuelto a mostrarnos cómo la izquierda caniche y la derechita valiente se retroalimentan, bajo la mirada complaciente del partido de Estado. La izquierda caniche denuncia el auge del racismo y la islamofobia, mientras insiste en su política de fronteras abiertas; o sea, en su defensa del libre tráfico de esclavos, que es lo que interesa a la plutocracia a la que sirve. En cuanto a la derechita valiente, reclama «deportaciones masivas» y mete a los «menas» en todos los guisos, pero se olvida siempre de denunciar un orden económico ávido de mano de obra barata. Y, ¡vaya por Dios!, también se olvida de mencionar que Mujamé, responsable de desviar alevosamente hacia España la purrela de indeseables que no quiere en su país, es el niño mimado e intocable de Israel, faro moral de nuestra derechita valiente.

En realidad, a la izquierda caniche y a la derechita valiente sólo los mueve el común afán por pescar votos en río revuelto, fingiendo antagonismos mientras sirven al mismo amo. Para poner freno a la inmigración inmoderada haría falta, en primer lugar, devolver la dignidad a los oficios manuales, creando las condiciones para que los trabajos en el campo, en la hostelería o en la industria estén dignamente remunerados y resulten apetecibles para la población autóctona. Y, por supuesto, habría que acabar paralelamente con un sistema educativo mórbido, dopado de becas y saturado de universidades de la señorita Pepis, que es el refugio de toda la vagancia juvenil autóctona y la fábrica de una muchedumbre de zoquetes con titulitis que prefieren amueblar el paro juvenil antes que remangarse y doblar el espinazo. Pero las fallidas economías europeas (con la española a la cabeza) prefieren abastecerse de una mano de obra siempre más barata; y así las avalanchas inmigratorias y el paro juvenil no harán sino hipertrofiarse, hasta la metástasis final.

Sin embargo, para combatir las avalanchas inmigratorias no bastaría con una reforma económica copernicana como la que acabamos de describir (reforma que, misteriosamente, ni la izquierda caniche ni la derechita valiente mencionan en sus soflamas). Según un estudio reciente de Eurostat, sólo el 23,6 por ciento de los hogares del pudridero europeo cuenta entre sus ocupantes con menores de edad (y casi la mitad de ese exiguo porcentaje cuenta sólo con un único menor de edad). En el 76,4 por ciento de los hogares europeos, pues, sólo viven adultos (muchos de ellos, por cierto, completamente solos). Nos hallamos, pues, ante una sociedad atrincherada en los sótanos más inmundos de la infecundidad, sumida en la más cenagosa bancarrota demográfica y moral. La tasa de fertilidad entre las mujeres españolas, por ejemplo, se halla en un exiguo 1,12 (muy lejos de la tasa mínima de reemplazo generacional, que se sitúa en el 2,1), un mínimo histórico que sitúa a España como uno de los países con menor fecundidad del pudridero europeo, sólo por encima de Malta. Y esa cifra no hace sino descender año tras año, pues nuestra población joven ha sido formada en esa religión avizorada por Chesterton, que a la vez que exalta la lujuria prohíbe la fecundidad; y, en consecuencia, se aferra a la promiscuidad y a los derechos de bragueta, toma anticonceptivos como si fuesen gominolas, rehúye los compromisos fuertes y abomina de la institución familiar. Y, en caso de que algún joven no haya sido moldeado en esta religión proterva, el Régimen del 78 se encarga de dificultarle al máximo el acceso a la vivienda y de condenarlo a la precariedad laboral. Y es que la reducción de la natalidad es un plan sistémico puesto en marcha hace muchas décadas, en obediencia a las consignas plutocráticas.

Entretanto, las mujeres marroquíes residentes en España tienen casi tres veces más hijos que las autóctonas. En apenas dos o tres décadas, los ‘españoles viejos’ sólo seremos mayoría en los arrabales de la senectud, convirtiéndonos en una carga insoportable para el Estado, que no podrá pagar jubilaciones con las cotizaciones exiguas de los inmigrantes que han trabajado por sueldos ínfimos; y que tal vez tenga que ofertar suicidio asistido a todo quisque, como antes ofertaba viajes del Imserso. ¿Cómo evitar este futuro que nos aguarda a la vuelta de la esquina? Las ‘ayudas a la natalidad’ se han probado casi inútiles y de un coste exagerado allá donde se han arbitrado, porque las generaciones que han sido moldeadas en el culto a la religión avizorada por Chesterton no cambian su mentalidad hedonista a cambio de una limosna. Para evitar ese futuro previsible, tendría que producirse una completa ‘metanoia’ social que hiciese abominar a las generaciones futuras de las monstruosas ideas heredadas de sus padres. Sólo si esa radical ‘metanoia’ –que, en último término, es de naturaleza religiosa– se produce sería posible una reconstrucción política, económica y social y podría abordarse el problema inmigratorio seriamente.

De lo contrario, la izquierda caniche y la derechista valiente nos seguirán aturdiendo con sus impiedades desgañitadas y sus utopías malsanas, azuzando los bajos instintos de una población tan rabiosa como yerma, mientras los timoneles del pudridero europeo –aquí el partido de Estado, con los tontos útiles peperos poniendo parches cuando los estropicios lo exigen– nos llevan al barranco. Recordemos aquella lúcida afirmación de Will Durant: «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro».

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