
Por Juan Manuel de Prada
Afirmaba Valéry que la política, tal como la entiende el hombre moderno, es «el arte de consultar a las gentes acerca de lo que nada entienden y de impedirles que se ocupen de aquello que les concierne». Pruebas de esta evidencia las tenemos en esta fase terminal de la Historia a porrillo: así, por ejemplo, votamos a tal o cual político porque consideramos que es una persona capaz de combatir el cambio climático, sin importarnos que sea incapaz de impedir el ascenso desorbitado del precio de los huevos; o bien lo votamos porque consideramos que puede conseguir mágicamente que cambiemos de sexo de la noche a la mañana, pero paradójicamente no puede conseguir que nos atienda un médico cuando tenemos que operarnos de un tumor. Desde luego, para considerar que un gobernante incapaz de impedir que los precios de los alimentos básicos se disparen o para procurarnos asistencia médica elemental es, en cambio, capaz de impedir que los hielos antárticos se derritan, o de cambiarnos de sexo sin permiso de nuestros cromosomas, hay que estar completamente enajenado.
Esa peculiar enajenación se debe a que las ideologías modernas, para la gente que las profesa, son sucedáneos religiosos. A la gente religiosa, en nuestra época, se la mira en general con condescendencia, con una suerte –digámoslo así– de piadoso desprecio (cuando no con franca aversión), pues la credulidad suele considerarse un signo de debilidad mental. Pero mucha más credulidad, infinita más, requiere la persona que cree que un político puede conseguir que los cromosomas cambien de bando porque así lo diga el registro civil o de enfriar el agua de los mares mediante un decreto que nos obliga a cambiar las bombillas de las lámparas. Además, la fe religiosa consiste en creer en lo que no vimos y, por lo tanto, no sabemos a ciencia cierta si existe; mientras que la fe de las personas adeptas a tal o cual ideología consiste en creer en aquello que saben a ciencia cierta que no existe. Nadie ha visto a la Santísima Trinidad; pero todavía no he conocido a nadie capaz de probar su inexistencia. En cambio, tenemos multitud de pruebas (algunas apabullantes) de que no existe la separación de poderes; y, sin embargo, la gente sigue creyendo de forma absurda e irrisoria en esta notoria falsedad (a la vez, por cierto, que demanda jueces sometidos a los designios de los políticos de su ideología).
Durante los últimos meses hemos asistido a diversos episodios esperpénticos que prueban la existencia de una corrupción sistémica en el partido gobernante; y, mientras tales episodios esperpénticos se sucedían, hemos tenido ocasión de conocer circunstancias biográficas escabrosas de los personajes inculpados, o de quienes los promovieron. Así, por ejemplo, hemos conocido que un ministro depuesto era putero compulsivo; también hemos sabido que quien lo promovió no tuvo empacho alguno en tener por suegro a un hombre que regentaba numerosos lupanares, y que los siguió regentando alegremente mientras se encumbraba en el partido (hay quienes, incluso, aventuran que el suegro habría sufragado con los beneficios de su sórdido negocio tal ascenso político). Sin embargo, el ministro depuesto hacía constantes proclamas de feminismo, mientras menudeaban sus escarceos con las mozas del partido; y quien lo promovió sigue presentándose tan ricamente como adalid de los derechos de las mujeres. ¿Cómo se explica que actuasen o sigan actuando con tamaña desfachatez? Se explica porque saben que sus adeptos pueden encajar sin inmutarse tales contradicciones, porque su adscripción a tal o cual partido es una profesión de fe, porque la ideología es un sucedáneo religioso. Y siendo un sucedáneo, no puede ser una religión verdadera, sino una secta.
Esta naturaleza sectaria se prueba enseguida, a poco que estudiemos la naturaleza de los partidos políticos, organizaciones –así los definía Simone Weil– que ejercen una presión insoportable sobre el pensamiento de las personas que se adhieren a ellos, hasta despersonalizarlas por completo (es decir, hasta privarlas de pensamiento). Esta presión se resuelve a la postre en una enajenación que permite al adepto a tal o cual partido político adherirse a un sistema de creencias delirante que sus líderes no practican; y, cuando sus líderes son desenmascarados, al adepto no le importa, porque desarrolla una sumisión ciega al líder, aunque sepa que es un impostor, o precisamente por ello mismo. Puesto que este sucedáneo religioso que es la ideología exige creer en aquello que sabemos a ciencia cierta que es falso, exige también que las personas que encarnan esas creencias sean impostores redomados y orgullosos de su impostura.

