Por Unai Cano
Irlanda se ha plantado ante las presiones de Bruselas para implementar leyes de «discurso de odio» que, según denuncian desde distintos sectores, podrían convertirse en herramientas para acallar la disidencia legítima. La alarma ha sido elevada por representantes políticos como el líder de Aontú, Peadar Tóibín, acompañado de otros ciudadanos preocupados por el rumbo que podría tomar la libertad de expresión si se aprueban estas normativas en su forma actual.
En un contexto europeo cada vez más restrictivo, donde usuarios en países como Alemania están siendo encarcelados por sus críticas a la inmigración en las redes sociales, Irlanda se ha mantenido firme en su decisión de no delegar sus principios democráticos a instituciones supranacionales. En el corazón de esta resistencia está una pregunta fundamental: ¿quién decide qué constituye el “odio”?
Lo que para algunos gobiernos europeos se traduce como incitación, para muchos irlandeses es simplemente el ejercicio honesto de su conciencia. En una nación con una larga historia de lucha por la autodeterminación y la justicia social, las propuestas de Bruselas despiertan inquietud: podrían convertirse, aseguran sus detractores, en un caballo de Troya para censurar voces críticas bajo la apariencia de protección.
Los críticos de estas leyes advierten que permitir a los políticos —nacionales o extranjeros— definir los límites del lenguaje aceptable es una puerta abierta al abuso. «¿Cuánto poder es demasiado cuando se otorga la facultad de decidir qué se puede decir y qué no? La experiencia enseña que el silencio impuesto rara vez protege al vulnerable; más bien, tiende a blindar al poderoso«.
“No podemos permitir que comisionados alejados de nuestra historia y realidad local definan los contornos de nuestra conversación pública”, insisten desde Aontú. Y añaden: “Cuando una madre preocupada, un profesor honesto o un ciudadano indignado pueden ser etiquetados como propagadores de odio simplemente por expresar su opinión, es evidente que se ha cruzado una línea peligrosa”.
Una cita antigua —“la ley prohíbe por igual a ricos y pobres dormir bajo los puentes”— resume bien la ironía de estas medidas. Aunque se presentan como igualitarias, estas leyes pueden acabar castigando sólo a quienes desafían las narrativas oficiales. No hay simetría cuando el poder decide qué ideas merecen espacio y cuáles deben ser silenciadas.
Frente a esta amenaza, han hecho un llamado claro: que la ciudadanía presione a sus representantes parlamentarios, que exijan una legislación que defienda los derechos fundamentales, no que los sacrifique en nombre de un bien común mal definido. La libertad de expresión, recuerdan, no debe verse como un peligro, sino como la base misma de una sociedad justa.
Irlanda ha sido históricamente una tierra de voces libres, de resistencia al poder impuesto y de solidaridad con los oprimidos. Hoy, esa tradición está en juego. En lugar de ceder a una censura sutil disfrazada de virtud, muchos irlandeses reclaman permanecer fieles a su identidad: una nación donde decir la verdad nunca fue un crimen.
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