Por Juan Manuel de Prada
Basta estudiar la evolución de las ideologías modernas, completamente turulata y delirante, para confirmar que son una engañifa completa. Reparemos, por ejemplo, en la evolución de la llamada ‘izquierda’, que en otro tiempo se distinguía –incluso cuando no se proclamaba marxista– por una interpretación de la historia humana a través de las condiciones materiales de vida, especialmente a través de las relaciones económicas y de producción. Para un izquierdista, el cambio político –revolucionario o reformista– era siempre resultado de conflictos de clase que permitían transformar las relaciones económicas. Por supuesto, esta visión materialista admite muchas críticas, pues la realidad humana no es puramente material y las decisiones humanas no están guiadas tan sólo por los medios de producción. En el fondo de la filosofía materialista hay un ciego determinismo que parece prescindir de lo que Graham Greene llamaba «factor humano» (y que, a la postre, no es otra cosa sino libre albedrío); pues son muchas las decisiones que adoptamos, las ideas que concebimos, las actitudes que adoptamos, que sólo se explican porque somos seres espirituales.
El materialismo que durante mucho tiempo vertebró a las izquierdas era muy beligerante contra la religión porque la consideraba –erróneamente– una forma de alienación humana que desvincula a las personas de las realidades materiales que moldean sus vidas. Y, desde luego, abominaba de toda forma de idealismo, por ignorar las condiciones concretas de la existencia humana (la lucha de clases, las desigualdades económicas, etcétera), fomentando un escapismo incompatible con el impulso revolucionario. Para Marx, todo idealismo se convierte, tarde o temprano, en «opio del pueblo», porque prioriza las ideas que nos formamos de las cosas sobre las condiciones materiales de opresión en las que vivimos; lo cual suele desembocar en un cierto conformismo ante las desigualdades. Especialmente crítico se mostraba Marx con el idealismo de Berkeley, que sostenía que la realidad de las cosas depende de la percepción del sujeto («ser es ser percibido»); ocurrencia que se le antojaba aberrante, pues a su juicio fiar las realidades materiales de la vida a nuestra ‘percepción’ conducía a un ensimismamiento individualista que incapacitaba para la lucha de clases.
Pronto, los principios materialistas de la izquierda se vieron contaminados por un excesivo ‘utopismo’. Y, con el tiempo, ese ‘utopismo’ adquiriría ribetes furiosamente berkeleyanos, de tal modo que la realidad de las cosas empezó a depender de la percepción del sujeto. Esta aberración del pensamiento, profundamente solipsista, ha hallado su plasmación más desquiciada en el transgenerismo, que aboga por que una persona puede ‘elegir’ su sexo, en confrontación con la realidad biológica. Pero, junto a esa plasmación desquiciada, existen otras muchas plasmaciones mucho más discretas, mas no por ello menos destructivas y negadoras del materialismo que fue bandera de la izquierda. Así, por ejemplo, la entronización del nefasto concepto de ‘resiliencia’ (puesto en órbita por el ‘izquierdista’ Obama), que hace realidad las premoniciones más funestas de Marx; pues, en efecto, el ‘resiliente’ acaba aceptando que las injusticias derivadas de unas relaciones económicas injustas son ineluctables y que, por lo tanto, corresponde a quien las sufre habituarse a convivir con ellas. La fluidez de género que predica el transgenerismo no es, en realidad, sino una expresión complementaria de la fluidez laboral, familiar o habitacional que se exige al ‘resiliente’: eres tú quien debe cambiar, eres tú quien debe sacrificarse, eres tú quien debe rebanarse la polla o las tetas, ante una realidad que no podemos cambiar. También es la misma idea que subyace en las hipótesis cientificistas del ‘cambio climático’: eres tú quien debe ‘optar’ por la pobreza si deseas que el mundo no se vaya al garete.
Así, abrazada al idealismo, la ‘izquierda’ se ha convertido en una fuerza que va más allá de la derecha (una fuerza ultraderechista, por lo tanto) en su aceptación de las relaciones económicas existentes y, por tanto, conviene mucho más al capitalismo. Pues la ‘izquierda’, con su desaforado idealismo berkeleyano, ha logrado que sus alienados adeptos se conformen con cambiar ellos, sin cambiar las relaciones económicas injustas; los ha convertido en seres lobotomizados que, a la vez que creen en las quimeras más rocambolescas, asumen que los gobernantes nada pueden hacer para detener el alza de los precios o para combatir la precariedad laboral. Así, esta ‘izquierda’ ultraderechista se ha convertido en la más eficaz fuerza al servicio del capital.