John Henry Newman y el sentido de adoración – Por Juan Manuel de Prada

Queremos tanto a John Henry Newman
Por Juan Manuel de Prada

El anuncio de la proclamación de John Henry Newman como doctor de la Iglesia ha avivado discusiones entre católicos ‘conservadores’ y ‘progresistas’, que tratan de reivindicar su figura, pretendiendo que su obra respalda sus posiciones teológicas y eclesiales. Pero para conocer el pensamiento de Newman conviene leer su copiosa obra, que incluye casi todos los géneros, desde la poesía al sermón, pasando por la novela o las memorias. Hombre de inequívoco temperamento artístico (e incluso romántico), Newman era también un ardoroso pesquisidor de la verdad; empeño que lo fue alejando de la secta anglicana, corrompida de liberalismo. Su conversión, sin embargo, no fue fulminante, al estilo de la de San Pablo, sino fruto de arduas reflexiones, de las que dejaría constancia en una curiosa novela autobiográfica de ambiente oxoniense, ‘Perder y ganar’ (1848), concebida al modo de un diálogo platónico, así como en sus celebradas confesiones –en el sentido agustiniano del término– ‘Apología pro vita sua’ (1964).

En ‘Perder y ganar’ Newman nos describe las vicisitudes intelectuales y espirituales por las que atraviesa un joven que decide poner en tela de juicio las confortables delicuescencias en las que se había instalado por entonces el anglicanismo progresista; también el clima pomposo y hueco que se respiraba en la ‘high church’ anglicana, asentada sobre falsas tradiciones y sobre una exaltación pinturera del esteticismo litúrgico e indumentario. Newman nos enseña que sólo hay algo más degradante que la ausencia de tradición, que es la creación de falsas tradiciones fundadas en el elitismo y en la conciencia orgullosa de capillita. Aunque Newman, por su temperamento artístico, sintiese atracción por estos ropajes grandilocuentes, su apetito de verdad lo fue decantando poco a poco hacia la luz de Roma. Y es que sabía que «dos cosas contradictorias no pueden ser verdaderas ambas. Todas las doctrinas no podían ser igualmente seguras: una era cierta y la otra era falsa». E, inevitablemente, quien ama la verdad no puede amar la confusión doctrinal; de ahí que, como le ocurre al protagonista de ‘Perder y ganar’, en Newman «la idea de una religión revelada se fue robusteciendo en su mente frente al liberalismo, sin conocer para nada ni esos conceptos ni su historia ni lo que estaba pasando en su interior».

Así, no es de extrañar que, frente a la pomposidad del culto anglicano, que ha degenerado en un soberbio exhibicionismo del celebrante, Newman encuentre la belleza auténtica en la misa católica, en la que todo lo que ocurre en el templo «apunta a un mismo fin, a un solo acto de culto». En la misa católica, el protagonista de ‘Perder y ganar’ nota que «realmente estás adorando»; nota que «todos tus sentidos, ojos, oídos, el olor, todo te dice que se está llevando a cabo un acto de culto»; nota que, lo mismo el sacerdote y sus ayudantes que los fieles que rezan el rosario, están ADORANDO a Dios. Y este sentido de la adoración lo atrae de forma irresistible. Podríamos preguntarnos si hoy un Newman que desease convertirse a la fe católica encontraría en nuestras misas este fuerte sentido de adoración; o si, por el contrario, se tropezaría en gran medida con el orgullo vano de los predicadores anglicanos.

Otro aspecto del anglicanismo que repugna al protagonista de ‘Perder y ganar’ es que fomenta la aparición de diversos partidos o facciones en el seno de la comunidad; facciones que finalmente provocan su dispersión (como hoy ocurre en el seno de la Iglesia católica, donde ‘conservadores’ y ‘progresistas’ se retroalimentan entre sí, a costa de corromper la fe). En la Iglesia católica de la época, por el contrario, el joven protagonista de ‘Perder y ganar’ descubre que se admite una libertad muy amplia en las cuestiones opinables, en donde el juicio privado puede desenvolverse sin más limitaciones que la recta conciencia; pero ese juicio privado confía en la tradición de la Iglesia, encarnada en un hombre vestido de blanco, en las cuestiones fundamentales que atañen al depósito de la fe. Para Newman esta es la razón primordial de la supremacía de la Iglesia sobre cualquier corriente de pensamiento. En contra de lo que predican sus profesores memos, el protagonista de ‘Perder y ganar’ descubre que la verdad no está «en la vía media», ni la virtud consiste en «huir de los extremos», ni la dignidad del pensamiento se alcanza al «conciliar lo irreconciliable», ni la belleza del lenguaje se logra «sembrando las palabras de precauciones». Descubre, en fin, que el alma humana, si quiere cumplir con su vocación divina, no puede resignarse a vivir plácidamente en la duda, sino que tiene que definirse netamente; descubre que el estado de certeza es necesario para poder rendir culto a Dios.

Algunos años más tarde, Newman afirmará en ‘Apologia pro vita sua’: «El Anticristo es descrito como el ‘ánomos’ que se alza a sí mismo sobre todo yugo de religión y ley. El espíritu de rebelión vino con la reforma protestante, y el liberalismo es su retoño». Y, a continuación, pone eterna enemistad entre el liberalismo y la fe que profesa: «El liberalismo es el error de someter al juicio humano aquellas doctrinas revela­das que están, por su naturaleza, más allá de su alcance y son independientes de él, y de pretender determinar por razones intrínsecas el valor y verdad de proposiciones que se fundan para ser aceptadas, simplemente, en la autoridad exterior de la palabra divina». Dejémonos, pues, de majaderías ‘conservadoras’ y ‘progresistas’: Newman fue un católico tradicional, si se quiere con algunas peculiaridades propias del hombre de temperamento artístico. Huelga añadir que, por su pensamiento tradicional y por su temperamento artístico, John Henry Newman se cuenta entre nuestros amores más pronunciados.

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