Aló Presidente
Por Juan Manuel de Prada
¡Qué tiempos aquellos en los que las soflamas televisadas de Hugo Chávez nos parecían dignas de repúblicas bananeras! Ahora ya tenemos en esta república bananera (¡pero república coronada, oiga!) de nuestras entretelas un ‘Aló Presidente’ que nada tiene que envidiar al célebre programa venezolano. Para inaugurar el curso político, el doctor Sánchez acogerá en Moncloa a «cincuenta ciudadanos» que le expondrán sus «inquietudes y propuestas», en un acto que será emitido por televisión.
El doctor Sánchez sabe bien –aunque no haya leído a Marcuse– que la democracia puede consolidar la dominación de las masas de manera más eficiente que cualquier absolutismo. A la gente se le dice que, a través del voto, logra la representación política. Pero lo cierto es que tal representación política nunca ha sido plena; y, en las democracias de nuestra época, es por completo nula, pues los gobernantes están al servicio del Dinero, que es el que les da las órdenes. Si la gente cayese en la cuenta de que no existe representación política, se podría desencadenar una revolución; y para que esto no ocurra, se arbitra entonces una –emplearemos la misma expresión que Platón– «sublime mentira» que haga creer a la gente que los gobernantes se desviven por atenderlos.
Y, para que tamaña sugestión cale, es preciso actuar primeramente sobre las mentes humanas, logrando la desconexión plena entre sus estructuras intelectivas superiores (allí donde residen las funciones específicas del pensamiento, la capacidad de juicio y la responsabilidad) y los impulsos emotivos. Una vez lograda esta desconexión, al hombre nuevo democrático se le infunde la ilusión de que sus deseos serán atendidos por el gobernante. Pero no hay organización política que pueda atender simultáneamente millones de deseos salidos de millones de voluntades. Por eso los gobernantes rectos no atienden deseos personales, sino que procuran atender el bien común; y por eso los demagogos al estilo del doctor Sánchez, para infundir la ilusión de que atienden deseos personales, montan un programa en el que doran la píldora a cincuenta actores o tontos útiles, haciendo creer que ’empatizan’ con las calamidades del pueblo (que, por lo general, ellos mismos han causado).
Escribía Marcuse que la televisión y otros artilugios impulsados por el desarrollo tecnológico sirven «para instituir formas de control y de cohesión social que resulten más efectivas y agradables». En efecto, la televisión estandariza y uniformiza a las personas, las hace conformistas y las convierte en lo que Marcuse denominaba ‘hombres unidimensionales’, caracterizados por una paranoia interiorizada en la que creen que las opiniones prefabricadas por los ‘mass media’ son sus opiniones personales; las convierte, en resumen, en peleles felices. Y nada mejor para crear peleles felices que hacerlos protagonistas de un programa televisivo, nada mejor que infundirles el espejismo de que su voluntad es atendida, en un ‘proceso de escucha’ televisado.
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