La cofradía de los denigradores cervantinos – Por Juan Manuel de Prada

¿Era Cervantes homosexual?
Por Juan Manuel de Prada

Nos podemos acercar a Cervantes de muy diversas maneras. Algunos lo hacemos leyendo sus obras; otros –reviradillos y morbosos—tratan de convertirlo en criptojudío o en homosexual. Al asunto de su presunta heterodoxia religiosa se dedicó obsesivamente Américo Castro, que aureola de un prestigio pelma a sus epígonos, en su mayoría zascandiles y bandurrios. El asunto de su presunta homosexualidad no goza, en cambio de una prosapia demasiado prestigiosa. Entre nosotros lo esgrimió Fernando Arrabal, en un libro turulato donde también se afirmaba que el autor del Quijote era seguidor de Buda y Confucio y que Carlos V escribía novelas de caballerías. Ahora reverdece el asunto Alejandro Amenábar en una película sobre el cautiverio de Cervantes en Argel.

Habría que empezar señalando que en los siglos XVI o XVII nadie era «homosexual», en el sentido identitario que hoy entendemos. Había, por supuesto, hombres que practicaban la sodomía, pero tenían que cuidarse de hacerlo clandestinamente, pues se trataba de un pecado nefando perseguido legalmente. Arrabal, en el libro citado, asegura patafísicamente que Cervantes huye de España en 1569 porque sobre él pesa una condena por este pecado nefando, de lo que no existe prueba alguna; y dice también, en pleno despiporre escatológico, que se suma por la misma razón al séquito del cardenal Acquaviva, como camarero que le «cambiaba el orinal» por las noches. Más probable es que Cervantes huyese de España por haber herido en duelo o pendencia a un caballero; y en cuanto al oficio de camarero ante Acquaviva, parece que fue un empleo que le consiguió el cardenal Gaspar de Cervantes de Gaeta, un pariente lejano que ocupaba un cargo en la curia papal. Acquaviva, por cierto, era a su vez camarero de Pío V, y no creemos que se dedicase a cambiarle el orinal.

Pero quienes sostienen que Cervantes fue homosexual se apoyan sobre todo en su etapa de cautiverio en Argel (1575-1580), donde un tal Juan Blanco de Paz, un fraile dominico renegado (es decir, converso al islam) al que los turcos premiaban por sus delaciones con una «jarra de manteca» (en alusión lubricante y burlesca al mismo pecado nefando que imputaba a otros). Blanco de Paz acusó a Cervantes de hacer «cosas viciosas, feas y deshonestas», expresión que siempre se ha interpretado como alusión a actos impuros; pero entre esos actos se contaba también, por ejemplo, mantener amoríos con musulmanas (y no olvidemos que, tanto en la ‘Historia del Cautivo’ como en ‘Los baños de Argel’, el protagonista es ayudado por una mora, Zoraida o Zahara, que se enamora de él). En cualquier caso, las difamaciones de Blanco de Paz –un traidor que había delatado al cautivo Cervantes, malogrando alguno de sus intentos de fuga– carecen de valor alguno, comparadas con los numerosos testimonios laudatorios que Cervantes recogió en su ‘Información de Argel’, un expediente que promovió en 1580 para acreditar su conducta intachable y nada aficionada a la manteca durante el cautiverio. Sorprende que no fuera castigado cruelmente tras sus reiterados intentos de fuga por Hazán Hagá, a quien el propio Cervantes describe –en alusión insidiosa que hoy llamarían homófoba– como «un renegado veneciano, que, siendo grumete de una nave, le cautivó el Uchalí, y le quiso tanto, que fue uno de los más regalados garzones suyos». Pero Hazán Hagá había pagado 500 escudos de oro por Cervantes; y no le convenía maltratarlo, para obtener todavía más alto precio llegado el momento de revenderlo o cobrar rescate por él. Cervantes, cuando sea rescatado, volverá de inmediato a la España de Felipe II, donde la sodomía era severamente castigada. Si tan mantecón o mantequilla era, ¿por qué no renegar de la fe y quedarse en Argel, que era la ciudad mediterránea donde la sodomía se podía practicar más libremente, incluso en la calle y a plena luz del día, según nos cuenta fray Diego de Haedo?

Ya de vuelta a España, apagados los ecos de las difamaciones de Blanco de Paz, se volvieron a lanzar contra Cervantes alusiones de sodomía en un soneto anónimo que algunos atribuyen a Lope de Vega, donde leemos «no sé si eres, Cervantes, co- ni cu-» y también «y ese tu don Quijote baladí / de culo en culo por el mundo va». Esta doble acusación de puto y de cornudo la encontramos también en un pasaje del capítulo IV del Quijote de Avellaneda, en el que Don Quijote le pide a Sancho que le pinten en la adarga que porta, «dos hermosísimas doncellas que estén enamoradas de mi brío, y el dios Cupido encima, que me esté asentando una flecha, la cual yo reciba en la adarga, riendo de él y teniéndolas en poco a ellas, con una letra que diga […]: ‘Sus flechas saca Cupido / de las venas de Pirú, / a los hombres dando el Cu / y a las damas dando el pido’». Cuando Sancho pregunte qué es eso del «Cu» (que lo mismo puede entenderse por «culo» que por «cuerno»), replica el don Quijote de Avellaneda que «aquel Cu es un plumaje de dos reveladas plumas que suelen ponerse algunos sobre la cabeza […], llegando uno con dichas plumas hasta el signo de Aries, otros al de Capricornio, otros se fortifican en el castillo de San Cervantes». Una alusión muy denigrante a Cervantes, que en otros pasajes de la novela es tachado sin embargo de aficionado a las mozas del partido.

Pero las acusaciones más chocarreras eran moneda frecuente (y hasta rutinaria) en la literatura satírica y burlesca del Siglo de Oro. En la obra de Cervantes, por lo demás, encontramos pocas alusiones al amor socrático, y siempre despectivas; la más evidente, aparte de la mención desdeñosa a Hazán Hagá que ya citamos, se encuentra hacia el final del Quijote, cuando en la playa de Barcelona Gaspar Gregorio corre más peligro vestido de muchacho que de doncella, porque «entre aquellos bárbaros turcos en más se tiene y estima un muchacho o mancebo hermoso que una mujer, por bellísima que sea». Siempre en sus obras Cervantes nos lleva hacia la mujer, siempre pondera la belleza femenina, lo mismo en sus expresiones más sensuales que en las más espiritualizadas e ideales. Y cuando habla de relaciones entre varones siempre se refiere a una «santa amistad» sin interferencias eróticas, como se percibe muy claramente entre don Quijote y Sancho (y aun entre Rocinante y el rucio). Por lo demás, en lo que sabemos de su vida íntima, Cervantes estuvo casado con una mujer veinte años más joven que él, Catalina de Salazar; mantuvo relaciones –irregulares, como tantos episodios de su vida– con Ana de Villafranca; y parece que podemos atribuirle la paternidad real, y no sólo legal, de Isabel de Saavedra. Nada del otro jueves en un mujeriego; pero de un heroísmo casi martirial para un varón blando de cadera, sea bujarrón o bardaje, que podría haber estado dando el Cu o por Cu tan ricamente en Argel.

Amenábar, al atribuir a Cervantes querencias homosexuales, hace –según ha reconocido– una proyección de sí mismo sobre su personaje, a riesgo de falsificarlo. Es una elección legítima en el artista, aunque debemos convenir que un tanto caprichosa. Así se suma a la cofradía de los denigradores cervantinos, desde Blanco de Paz a Avellaneda; sólo que ahora, en una época que llama noche al día y luz a las tinieblas, la denigración de Cervantes se torna ensalzamiento entre reviradillos y morbosos; que sumados a los que no leen completan una mayoría abrumadora.

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