La destrucción de la clase media – Por Carlos Marín-Blázquez

Por Carlos Marín-Blázquez*

Es al comienzo de la segunda parte de su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombre donde Jean-Jacques Rousseau sitúa la aparición de la propiedad privada en la raíz de los males que corrompen a la humanidad. El célebre pasaje reza así: «El primer hombre a quien, cercando un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquél que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso: “¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!”».

Tomadas en su literalidad, las palabras del filósofo ginebrino ayudaron a sostener algunas de las más radicales utopías colectivistas que asolaron el siglo XX. ¿Ha servido su fracaso para desterrar el proyecto de suprimir la propiedad? En absoluto. No obstante, en este punto cabe introducir una distinción. Por una parte, persiste una corriente intelectual que sigue identificando en la propiedad privada una fuente de envidias y desequilibrios. En el instante en que dicha corriente encuentra un cauce de acción a través del ámbito de la política, articula procedimientos para que la totalidad de los recursos acaben en manos de los poderes públicos. El hecho de que, como acabamos de apuntar, se trate de un experimento ya fracasado (la implosión de los regímenes comunistas se produjo, antes que por otras causas, por su palmaria ineficiencia económica) no significa que no se pueda volver a intentar, pues la creencia en que, suprimiendo la propiedad privada, la humanidad accederá a un estado de beatitud y armonía universales es, más que una idea de filiación política, un mito que, por la misma enormidad de lo que propone, no se deja someter a las evidencias de los hechos.

Pero hay en curso otra tendencia que también persigue la paulatina eliminación de la propiedad. O, por expresarlo con mayor exactitud, la concentración de la propiedad en manos de unos pocos. Su avance se confunde con el empobrecimiento de una clase media en cuyo declive, distraídos como nos tiene nuestra esperpéntica casta dirigente con el estruendo de cada despropósito diario, no hemos llegado a identificar el vuelco histórico que representa. El ensayista francés Christophe Guilluy lo ha descrito en términos esclarecedores: «La desaparición de la clase media occidental nos introduce en un periodo caótico en el que todo lo propio de la comunidad, desde el estado de bienestar a los valores compartidos, se va desmantelando poco a poco».

Por descontado, este proyecto de desposesión ya no se acomete a través de métodos revolucionarios, es decir, fundamentalmente violentos, sino que se recurre a las herramientas que en las sociedades demoliberales le otorgan a la acción desintegradora del Estado un marchamo de legitimidad: subidas de impuestos, escalada de la inflación, destrucción del tejido productivo, dependencia energética, deterioro de la educación… Se avanza de este modo, a través del deslizamiento por el plano inclinado de una suave pero imparable decadencia, hacia un nuevo modelo de sociedad donde la fractura entre las minorías oligárquicas y el grueso de la población se hace cada vez más profunda e insalvable.

Ahora bien, si la propiedad bien distribuida supone una garantía de estabilidad y cohesión, ¿dónde estriba la ganancia política de restringir al máximo su acceso? Para responder a esa pregunta no queda otro remedio que suponer en las fuerzas que impulsan estos cambios el predominio de una cualidad antisocial. Se trataría de destruir la clase media porque es ahí donde la experiencia histórica demuestra que se localizan los primeros atisbos de resistencia a los abusos del poder. Al desaparecer la clase media, entendida no sólo en términos económicos sino en cuanto al nivel de integración social y cultural que ella representa, se desvanece para los corruptos y los demagogos, para los ineptos y los aprendices de tirano la posibilidad de que el escándalo de su depravación pueda acarrearles alguna forma de perjuicio. En otras palabras, se aseguran un estatus de absoluta impunidad.

La clase media es importante no sólo en función de su poder adquisitivo, sino porque de ella emana el sentimiento de pertenencia a una entidad más grande que el individuo aislado. En ella residen, —no en exclusiva pero sí en un porcentaje muy elevado— los principios en los que una sociedad se reconoce y los valores que labran su prosperidad: la capacidad de esfuerzo y sacrificio, el asiento del espíritu crítico, la confianza en el futuro, el deseo de legar a los hijos un porvenir mejor, y también las capacidades —de índole tanto material como intelectual— que son necesarias para lograr una cierta autonomía que nos preserve de las ansias invasivas del Estado, justo lo que constituye el núcleo de eso que se conoce como sociedad civil.

Entretanto, a medida que la retórica igualitaria del progreso se vuelve más insistente, lo que encontramos es una sociedad en la que las desigualdades no dejan de crecer. Quienes pueden permitirse el lujo de plantearse un proyecto de vida a medio y largo plazo —otro rasgo distintivo de la clase media— componen un sector cada vez más minoritario. Puede bastar un dato: el porcentaje de jóvenes menores de 35 años con vivienda en propiedad ha disminuido a la mitad en los últimos dos decenios. Ello nos conduce a una sociedad desvertebrada, dominada por el cinismo y el desencanto, rota en facciones irreconciliables, y que, de manera un tanto demencial, sigue en buena parte confiando la solución de sus males a los mismos elementos que la están arrastrando al precipicio. Salir del engaño, desembarazarse de la mentalidad fatalista que nos condena a la resignación propia del rebaño que se conforma con una vida subsidiada es la primera condición para forzar un cambio de rumbo. Hay que abrir los ojos y mirar a la cara al Minotauro. Como ya advirtiera Octavio Paz, tras su máscara filantrópica se oculta un ogro al que, si aspiramos a que algo se salve, será imprescindible doblegar.

*Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. 

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