Comiendo con unos amigos en un restaurante nos burlábamos de ciertos mandatos por completo desquiciados o ilógicos que hemos aceptado con completa naturalidad desde que el coronavirus irrumpiera en nuestras vidas. Así, por ejemplo, que durante las dos horas que dura nuestra comida en un restaurante permanezcamos sin mascarilla para después encasquetárnosla durante el minuto escaso que tardamos en levantarnos de la mesa, cruzar el restaurante y salir a la calle. Alguien resaltó entonces la paradoja del hombre democrático, que se cree plenamente soberano, dotado de autonomía plena, ‘autodeterminado’, y sin embargo se allana ante reglamentaciones por completo absurdas, movido por el miedo o por una extraña sumisión ciega.
Lo característico de la existencia humana es la existencia de límites (empezando por el límite temporal). Los límites son los que definen y determinan nuestra andadura terrenal, la arquitectura con la que damos forma (sentido) a nuestra vida, que de lo contrario se convertiría en una materia informe. Del mismo modo que una valla y una podadera dan forma y sentido a un jardín (que, de lo contrario, se precipitaría en selva inextricable), lo que garantiza una vida humana plena es la asunción de unos límites. La sabiduría ancestral ha determinado, por ejemplo, que no se trabaje todos los días, ni todas las horas del día; cuando esos límites se borran, la vida se convierte en una pesadilla, por mucho que nuestra disposición al trabajo sea máxima. La sabiduría ancestral también ha determinado que destinemos nuestro amor a unas personas en concreto, más allá de que estemos dotados para amar sin tasa, pues de lo contrario podríamos incurrir en aquella monstruosidad filantrópica que denunciaba Dostoievski, que a la vez que nos anima a amar a una Humanidad abstracta nos permite odiar a nuestro prójimo concreto. Por supuesto, en el ser humano anida una vocación espiritual que se dispara hacia el infinito y la eternidad; pero la sabiduría ancestral quiso que también esa vocación espiritual se concretase, mientras dura nuestra andadura terrenal, a través de unos límites: la abstinencia y el ayuno son limitados por el calendario, la adoración es limitada por la liturgia, la oración es limitada por la letanía, etcétera. Y aún los místicos necesitan delimitar su vocación espiritual, como aprendemos leyendo Las moradas de Santa Teresa.
Chesterton afirmaba que había que defender «las sagradas limitaciones del hombre» contra «el vuelo ilimitado del superhombre», pues son la condición necesaria para que haya libertad en el mundo. Así, en su novela La taberna errante, hay un personaje que ama las tabernas; y, para que las tabernas puedan existir pacíficamente, considera que los hombres deben admitir los límites del incesto o la poligamia. El villano de la novela, en cambio, considera que los hombres no deben aceptar esos límites, y acaba prohibiendo las tabernas. Dios hizo libres a Adán y Eva cuando les dio un límite (el árbol del conocimiento del bien y del mal); y cuando Adán y Eva transgredieron ese límite, pensando ilusamente que eran superhombres, se volvieron esclavos, porque se tropezaron con una inmensidad en la que terminarían naufragando. Del mismo modo, la autodeterminación nos transmite un espejismo grotesco de omnipotencia; pero esa ilimitada autonomía acaba sumiéndonos en un extravío que nos torna más débiles y nos empuja a aceptar cualquier guía arbitraria. Así, por ejemplo, el hombre autodeterminado puede pensar que ya no tiene por qué abstenerse de comer carne tal o cual día del año; pero acaba aceptando el mandato absurdo que le impone abstenerse de comer carne todos los días del año. Allá donde no existe un límite bien definido, la vida se convierte en un páramo inmenso, en un carrusel mareante; y en medio de ese páramo o carrusel donde las cosas no están bien definidas, donde no existe la contención, es más fácil imponer mandatos absurdos o arbitrarios. Sólo los límites garantizan la libertad del recinto; allá donde no hay recinto, la ley de la selva establece sus designios, prohibiendo o permitiendo las cosas más arbitrarias, para hacernos creer que de este modo no naufragaremos en la inmensidad inabarcable a la que hemos sido arrojados.
La autodeterminación se convierte así en la premisa necesaria para la tiranía. Primero embauca al ser humano con el caramelo de una existencia sin límites; y cuando el ser humano se pierde en esa inmensidad ilimitada le impone los límites más caprichosos, con la excusa de curar su extravío y desconcierto. Los mandatos desquiciados e ilógicos necesitan, para imponerse sin resistencia, de hombres que se crean ilusamente dioses.