Por Ricardo Vicente López
La toma de conciencia de estar atravesando un tiempo de crisis es, como se dice muchas veces, una oportunidad inapreciable por las posibilidades que ofrece. Me explico. Las sociedades, las culturas, los pueblos pasan por momentos históricos de euforia social cuando comienzan una etapa nueva y está todo por realizarse. La gama de posibilidades es tan amplia y las voluntades condensan tantas energías que producen esos momentos de esplendor. Pero cuando esos cambios han dado todo lo que podían dar, comienza una etapa de esclerosis, de anquilosamiento; las instituciones que habían posibilitado el advenimiento de la nueva sociedad ahora se convierten en obstáculos para seguir creando y avanzando. Son momentos de decadencia y retroceso. Entonces las voluntades se eclipsan, la euforia es reemplazada por el escepticismo. Ha llegado la crisis. Pero el tomar conciencia de la crisis es, al mismo tiempo, la posibilidad de percibir la necesidad de revisar críticamente la situación existente, de indagar en las razones de la decadencia y prefigurar un futuro distinto, que abra el camino hacia una nueva euforia. Sin entusiasmo, sin convicciones, sin fe en un futuro mejor, nunca se construyó un camino para dar un paso adelante en la Historia.
La Historia atesora una larga y profunda sabiduría cuyo conocimiento es significativo para la comprensión de nuestra situación actual. No poder ubicar estas horas en el cuadro mayor del contexto del proceso histórico nos impide una mirada serena y aguda de estos acontecimientos. Tampoco permite avizorar los horizontes posibles que se adivinan en el seno mismo de la crisis. Sumergirse en su abismo estrecha el horizonte, se nubla la mirada, los avatares circunstanciales nos arrastran en su oscuro devenir, el temor de lo desconocido nos aguijonea a correr hacia el pasado, el ojo se siente herido por la arenilla del detalle superficial y pierde la capacidad de abarcar el conjunto. Gran parte del estado de la conciencia colectiva está sumergida en el imperativo de la ansiedad, por el requerimiento de una pronta salida. La imposibilidad de la solución inmediata ocupa todo el espacio y oscurece el futuro. La desesperanza avanza y se retroalimenta con las imposibilidades de los imposibles que esa misma conciencia define como tales. Los imposibles son tales dentro del marco de la vieja sociedad. La perversidad de este círculo vicioso se ve alimentada por mensajes interesados, que utilizan la capacidad de los medios de educación y de comunicación para profundizar esa percepción.
La reciente lectura de un libro de Rubén Dri (1929) [[1]] cuyo título es por demás sugestivo para estos tiempos, La utopía de Jesús [[2]], me ayudará para seguir con estas reflexiones. Me apresuro a aclarar que con Jesús me refiero al personaje histórico (sobre quien hoy la investigación histórica ha demostrado ya su existencia histórica); no a la construcción que sobre él las iglesias han hecho. Digo que el título es sugestivo porque coloca la doctrina de Jesús de Nazaret y su praxis histórica bajo la óptica de la utopía que representaba. Y es, precisamente, la utopía una de las palabras más maltratada en esta época de crisis. Y, justamente, es maltratada porque abre caminos inesperados, novedosos, creativos, para los cuales la conciencia colectiva, sumergida en el mar de las imposibilidades, no tiene “ojos para ver ni oídos para oír”. Pero lo que aparece como un hecho mucho más grave, a nosotros los cristianos, herederos de la más maravillosa utopía, es que acompañamos con nuestras palabras amargas y desesperadas los plañideros cánticos de la desesperanza generalizada.
Nosotros, que fuimos llamados a ser la “sal de la tierra”, “la levadura que insufla la masa”, “la semilla de mostaza” cuya insignificancia esconde una grandeza capaz de generar “la planta más grande del huerto”, en la que “todos los pájaros pueden refugiarse bajo su sombra”, no nos consideramos portadores de ese mensaje, por ello no damos testimonio de la tarea que se nos encomendó. No estamos a la altura de la misión. Y cabría preguntarse, en estas horas de ocaso y desierto, si los cristianos somos vistos como los que alzamos nuestras voces para denunciar la miseria de tantos. Y, por ello, necesitamos proclamar el anuncio del Reino – la patria liberada –. Ser los que gritamos a los cuatro vientos la alegría de nuestra utopía, no como aquellos hipócritas que hablan de lo que no creen.
¿Cómo sorprendernos por lo que nos toca vivir? Si sus seguidores y portadores de la buena nueva: la posibilidad de un futuro fraternal que ya está abierto, solo ofrecemos nuestros rostros entristecidos por los momentos difíciles ¿quiénes deberían estar obligados a ser los estandartes de los nuevos tiempos? ¿cómo revalorizar la utopía si la nuestra, una comunidad de hermanos, no es proclamada? Y deseo que no se entienda que debajo de estas palabras se esconde la pretensión de un mesianismo, de una exclusividad, de una conciencia de elegidos. Por el contrario, es la obligación de asumir como comunidad, como hombres y mujeres de buena voluntad, los deberes de la hora y la alegría del anuncio. La buena nueva guarda ese misterioso carácter de ser siempre buena y siempre nueva, de ser siempre una maravillosa fuente, un inagotable manantial de verdad y de vida. Y es ante los momentos de crisis que debemos recurrir a ella para que nos ayude a encontrar lo nuevo en lo viejo.
Otros ojos para otra mirada
Ya hace tiempo Thomas S. Kuhn (1922-1996), profesor en la Universidad de Princeton y de Massachusets, nos habló de las posibilidades y las dificultades que ofrecen los paradigmas (estructuras intelectuales, modelos mentales, para entender la realidad). Útiles para comprender dentro del contexto de su aparición pero ciegos para percibir la estructuración de los nuevos acontecimientos. La mirada clarificada por el viejo paradigma en la selección de los datos relevantes es, al mismo tiempo, ciega para la detección de lo nuevo que aparece bajo la superficie de lo que estamos mirando. La estructuración de nuestro intelecto, bajo un determinado paradigma, es apta para mirar todo lo que ese paradigma permite ver. Hoy debemos tomar conciencia de que “no estamos ante una época de cambios, sino ante un cambio de época” y ello impone la necesidad una revolución de nuestra mente.
La globalización actual no es una nueva era del mundo, es el fin de la vieja cultura burguesa, sostenida por la explotación y la exclusión de millones de hombres y mujeres. Por ello, dentro de este mundo globalizado, sólo podemos ver lo que él nos permite ver: lo utópico está fuera de él, más allá de él. Está negado, oculto, porque supone la superación del orden imperante y esto no es bien visto por los poderosos. Debemos buscar por fuera de él porque, ya nos adelantó Jesús: “mi reinado no es de este mundo [[3]]”. En los contenidos de la vieja sabiduría cristiana podemos encontrar siempre luces que despejan los claroscuros de la realidad presente, allí encontraremos “la Verdad, el Camino y la Vida”, no como una aparición mágica, sino como una propuesta de construcción de mujeres y hombres más humanos para un mundo mejor.
Porque si bien la Historia nos presenta en cada recodo un rostro distinto, el fundamento de los hechos se encuentra en la profundidad del alma humana, del alma intersubjetiva; y ésta remite una y otra vez a la memoria de nuestro pasado. De allí que, aunque pueda aparecer como anacrónico, el Antiguo y el Nuevo Testamento nos ponen ante hechos que iluminan nuestro presente de crisis: la experiencia de aquellos ilumina nuestro camino actual. Su lectura adquiere una mayor profundidad cuando la hacemos desde la conciencia de nuestra condición de marginales del mundo del poder. Es decir, superando la lectura literal, ocultadora de la riqueza que encierra, del mismo modo que podemos leer la Ilíada o el Martín Fierro, como una fuente de sabiduría.
América Latina, y dentro de ella los sectores más empobrecidos, reproduce las condiciones de sometimiento y de explotación que padeció el pueblo hebreo en diferentes etapas de su historia. La globalización que el imperio egipcio, heredado por los griegos y después por los romanos, realizó en el norte de África y del Asia Menor (percíbase el anacronismo del concepto globalización) sometió a muchos pueblos de su periferia, entre ellos al hebreo. La condición de esclavitud generalizada *había llevado a una serie de conflictos sociales que lograron ser sometidos por las fuerzas del Faraón.
Es entonces cuando Moisés es llamado (como se sienten llamados los grandes revolucionarios de la historia) para encomendarle la misión de liberarlos. La liberación del poder del Faraón, para los hombres de esos tiempos, no debió parecer más sencilla que la nuestra hoy. Sin embargo, en el siglo XIII, probablemente alrededor del 1250 a.C., emprendieron la utopía de ir en busca de un mundo mejor. Al llegar a las tierras de Canaán las tribus formaron una confederación que duró más de dos siglos, cuyos lineamientos generales se estructuraron en torno a un proyecto político libre, igualitario y solidario, sustentado por la fe en Yavé, único rey, que no admitía otro rey junto a él, por ello la confederación careció de estado, de jefes, de fuerzas militares.
El Dios que los sacó de la esclavitud se convertiría en fuente de reflexión de la sabiduría hebrea. Es por ello que toda esa sabiduría gira en torno a la búsqueda permanente de la liberación, fe que heredaron los cristianos de entonces. La experiencia de la esclavitud les había enseñado a rechazar la existencia de todo poder: de hombres sobre hombres. Al poder del sometimiento le opusieron el poder del amor. Todo esto no es más que Historia, la historia de ese pueblo y así debe ser leída. Su lectura nos invita a reflexionar sobre este mundo de hoy.
El hostigamiento de los reinos cercanos hizo naufragar este proyecto solidario, nació así la monarquía de David y sus sucesores. La importancia de esta experiencia histórica para el pueblo hebreo va a reaparecer en la palabra de los profetas [[4]] quienes siempre harán referencia a ese pasado perdido, y atribuirán los males sociales que padecieron a la aparición de clases dominantes y explotadoras, al poder de los hombres. Haber elegido un rey (David, Salomón) fue traicionar a Yavé. Las historia de la monarquía dará lugar a la aparición de la lucha de los profetas contra los opresores: algunos de ellos fueron Amos, Isaías y Oseas siglo VIII, Jeremías siglo VII. Todos conformarán el trasfondo histórico que nos permitirá comprender la vida de Jesús de Nazaret. Ésta se inscribe en la línea del profetismo, de los defensores de los marginados. En todos ellos, como también en Jesús, encontramos siempre una postura de enfrentamiento contra el poder de los hombres, que se sustenta en la riqueza y la acumulación obtenida por la explotación de los pobres. Releer algunas de sus palabras arroja una gran luz sobre nuestro presente:
«Pobres de aquellos que dictan leyes injustas y con sus decretos organizan la opresión, que despojan de sus derechos a los pobres de mi país e impiden que se les haga justicia… (Is. 10, 1-2) ¡Oh pueblo mío! tus opresores lo mandan y tus representantes lo dominan. ¡Oh pueblo mío! tus dirigentes te hacen equivocarte y echan a perder el caminos que sigues… (Is. 3, 11-12) ¡Pobres de aquellos que, teniendo una casa compraron el barrio poco a poco! ¡Pobre de aquellos que juntan campo a campo! ¿Así que ustedes se van a apropiar de todo y no dejarán nada a los demás?» (Is. 5, 8-9) [[5]]
Reparemos en la actualidad de estas palabras, dichas en un ayer de más de treinta siglos y que todavía pueden ser repetidas hoy. Asimismo préstese atención al discurso del profeta y a su modo de referirse al futuro: no adivina, advierte. Esto podría llevarnos a decir, desde una óptica pesimista, que nada ha cambiado y que, por lo tanto, nada se ha podido hacer. Sin embargo, es necesario reflexionar acerca de cómo de cada una de esas etapas de opresión se salió adelante, por la resistencia y la lucha de los más castigados y junto a ellos de los sectores sociales comprometidos con la justicia, sostenidos, en aquellas épocas, por la fe del Dios Liberador. La llegada de Jesús se inscribe en esta tradición de los profetas y en el mismo modo de realizar su praxis social. Vive junto a los marginados, es perseguido por las autoridades, se rodea con los marginales de esos tiempos y los reivindica como aquellos que son un ejemplo, como el caso del samaritano [[6]]. Por ello escandaliza a los sacerdotes y a los escribas, hasta llegar a ser acusado de ser un farrista, un bebedor, de andar con malas compañías y ser un malviviente.
Otra conducta para otro mundo
Esto me lleva a pensar en ese prurito nuestro, tan típico de los sectores sociales medios, de ser “bien vistos” por la “gente seria”, por no aparecer como “un disidente”, “un cuestionador” o “un crítico”, (recordar al General San Martín y el rechazo de la gente bien; y los tantos que fueron malmirados por la gente bien) son los que fueron acusados como acusaron al Maestro. ¿No hay detrás de estas actitudes un cuidado por no quedar mal con el poder de los hombres? En ese “no quedar mal” ¿no se nos escapan actitudes complacientes, y hasta cómplices, que permiten perpetuar la situación de injusticia? ¿Cuánto hay de miedo, de incapacidad, de falta de claridad o de compromiso, en la situación social que atravesamos?
Dice Rubén Dri:
«La práctica de repartir el pan que Jesús ha venido realizando tiene el profundo sentido de cambiar radicalmente las relaciones entre los hombres, de relaciones egocéntricas en hétero-céntricas, de relaciones cuya meta es la acumulación individual en relaciones cuya meta sea la acumulación colectiva. Ello implica, por una parte, cambiar radicalmente al hombre, transformarlo, convertirlo en un hombre nuevo; pero, al mismo tiempo, que cambien las estructuras en las que necesariamente está inserto el hombre, como la familia, la legislación, las organizaciones sociales, el Estado, el régimen de propiedad [[7]]».
Una vez más, contraponiendo estos dos mundos tan distantes, encontramos muchas similitudes, pero también muchas salidas que tienen hoy la misma vigencia que tuvieron ayer. Las palabras dichas guardan el mismo contenido de verdad, contienen las mismas indicaciones y las mismas acusaciones para nosotros “los hombres de corazón de piedra”.
La globalización impera con todo su poder (aunque ya aparezcan grietas que anuncian un derrumbe) porque encuentra en nosotros a los portadores de un mensaje que trasmitimos, muchas veces con gran inconsciencia, convencidos de que estamos ante el único camino posible. También en aquellas épocas la globalización romana pretendía lo mismo y lo conseguía en todos aquellos que «teniendo ojos no ven y teniendo oídos no oyen». Tampoco hoy, muchos “no ven ni oyen”, y esa actitud refuerza el dominio de un proyecto de exclusión. El poder de los hombres aparece más sólido que el proyecto solidario. Desde dentro del proyecto globalizador no pueden verse las salidas. Solo desde afuera, desde la periferia, por ello pudo decir Jesús:
«Te alabo, Padre… por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños… ¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! ¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!» (Lc. 10, 21-24).
La actitud y la conducta de colocarnos junto a los “pequeños”, los pobres de nuestra América, nos permitirá ver lo que los “sabios” no pueden ver, los caminos que conducen a una sociedad más justa: la utopía. Nuestra situación periférica de esta globalización estadounidense, acompañada por los poderosos del mundo, nos ubica en un lugar privilegiado para “ver” y “oír”. No sigamos siendo ciegos y sordos.
[1] filósofo, teólogo, profesor, investigador y militante social argentino. Perteneció al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo
[2] Rubén Dri, La utopía de Jesús, Editorial Biblos, 1997.
[3] Reino: territorio en el que el jefe de gobierno es un rey o una reina; reinado predominio de un modo o de una idea en una época determinada.
[4] Profeta no es quien adivina, sino quien se coloca delante del pueblo = pro, y habla = femi, de propone superar el presente opresor.
[5] Sigo la traducción que hace Rubén Dri, op. cit, pág. 136.
[6] Los hombres de Samaria, pueblo separado de los judíos, eran rechazados por éstos.
[7] Rubén Dri, op. cit., pág. 169.
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