Un Papa trágico
Por Juan Manuel de Prada
El papado de Benedicto XVI fue percibido por muchos católicos –entre quienes me cuento– como un regalo precioso. Era –salvando las distancias– como si John Henry Newman hubiese accedido al ministerio petrino. No sólo por tratarse Ratzinger de un hombre de alta categoría intelectual –aunque no rayase a la altura inalcanzable de Newman–, sino también porque desde un ‘pasado’ proclive a la sombra había abrazado la luz. Ratzinger, en efecto, había sido un teólogo encorbatado, todo lo moderado que se desee (del mismo modo que Newman había sido anglicano, todo lo ‘high church’ que se quiera); y desde un tímido entusiasmo vaticanosegundón había evolucionado admirablemente, consciente del «proceso de decadencia y autodestrucción» (empleamos palabras suyas) que «fuerzas latentes agresivas, polémicas, centrífugas» estaban desatando en el seno de la Iglesia posconciliar. Además, su paso por la curia romana le permitió conocer de cerca la ‘suciedad’ que anidaba en las estructuras eclesiásticas, que denunció en un viacrucis memorable, mientras agonizaba su predecesor.
Episodios posteriores como el escándalo suscitado por su célebre ‘discurso de Ratisbona’ o la rabiosa campaña de desprestigio que sufrió por extremar el celo en el escrutinio de las vocaciones religiosas (para acabar de raíz con la pedofilia en el clero), así como las campañas de boicot interno a todos sus intentos de restauración doctrinal y litúrgica, lo fueron desfondando poco a poco.
Aquí se probó que Ratzinger era un hombre débil y con un trasfondo algo pesimista; también que su vocación intelectual era demasiado fuerte, tan fuerte como para convertirse en tentador refugio en medio de la tormenta. Así se fraguó la tragedia del hombre clarividente, capaz de diagnosticar las causas del mal que estaba gangrenando la Iglesia, pero sin resolución para atacar ese mal con los remedios precisos, sin el coraje suficiente para abordar las reformas quirúrgicas que la Iglesia precisaba. Así volvió a quedar demostrado que, para gobernar la barca de Pedro, no basta con ser un intelectual preclaro, ni siquiera un sabio; se requiere también un sobresaliente intelecto práctico, una inteligencia que no se aplique sólo a los fines, sino también a los medios, dotada además de capacidad de mando y una voluntad que no tiemble cuando las cañas se tornan lanzas y haya que golpear la mesa con puño de hierro (aunque sea enguantado en terciopelo). Benedicto XVI tenía, desde luego, el más hermoso y suave guante de terciopelo, pero su mano era endeble y no tardaron en quebrarle el pulso. No le ayudó, por supuesto, haberse rodeado de colaboradores que, lejos de suplir sus carencias, las aprovecharon en su beneficio.
Su debilidad desembocó en una renuncia cuyas consecuencias los espíritus que no chapotean en el ‘meapilismo pompier’ conocen bien. Y entre esos espíritus perspicaces se contaba, lúcido y doliente, el suyo. Descansa en paz, amado Benedicto.
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