
Por Juan Manuel de Prada
Aunque los medios de cretinización de masas traten de silenciarlo, o de presentarlo como una inquietud magnificada por la «ultraderecha», la inmigración masiva ya se ha convertido en una de las máximas preocupaciones de los españoles, muy especialmente de los españoles más jóvenes, que sin duda son quienes más la sufren: primeramente, durante su etapa formativa, en escuelas e institutos cada vez más deteriorados, y posteriormente en su acceso al mercado laboral; por no hablar de los problemas de integración que esa inmigración descontrolada está generando en los barrios menos opulentos. Inevitablemente, los jóvenes que viven en una situación de precariedad, con empleos inestables, sin vivienda propia, incapaces de formar una familia, perciben la inmigración como una lacra indeseable; y corren el riesgo de abrazar discursos demagógicos que les proponen soluciones mágicas, o de adherirse a doctrinas racistas repulsivas, convirtiéndose en esa juventud «indignada» que retrataba Jardiel Poncela en el prólogo de ‘La tournée de Dios’: «engreída, soberbia y fatua, llena de altiveces, frívola y frenética, olvidada de la serenidad y la sencillez, ambiciosa y triste, que reclamándole a la vida mucho más de lo que la vida puede dar, corre enloquecida hacia la definitiva bancarrota».
Para evitar esa definitiva bancarrota la juventud española debería empezar por mirar dentro de sí, preguntándose cuál puede ser su aportación ante un problema de dimensiones muy serias, tan serias que su solución no podrá ser inmediata (y, desde luego, un problema que podría ser irresoluble si no se reacciona pronto). Esa aportación no puede ser otra sino promover y encabezar una auténtica transformación espiritual de nuestra sociedad. Si deseamos brindar una respuesta eficaz al problema de la inmigración tendremos primero que restaurar nuestro ethos religioso y ofrecerlo lealmente a las gentes venidas de lejos, dejando claro que no pensamos dimitir de nuestra identidad; pero en esta labor ya no podemos contar con generaciones marchitas que han sido formadas en el disfrute ensimismado de «derechos y libertades», en el indiferentismo religioso, en el materialismo embrutecedor y alienante. Mientras no restauremos nuestro ethos religioso, no habrá posibilidad alguna de afrontar dignamente el problema de la inmigración; y todos los falsos remedios que se propongan no serán sino pataletas vanas que concluirán invariablemente en fracaso, además de convertirnos en alimañas rabiosas y estériles. Como ya hemos explicado en otras ocasiones, la recuperación de nuestro ethos religioso no significa que la gente tenga que volverse católica por decreto; significa que creyentes y no creyentes se reconozcan en una misma tradición religiosa, en unas instituciones nacidas de esa tradición, en unos principios morales alimentados por ella, en una cosmovisión compartida que incluirá también una nueva concepción de la economía y del trabajo. No hay comunidad auténtica donde no hay un ethos común que integre y vincule a los pueblos, capacitándolos para los esfuerzos colectivos, inspirándoles esperanza en el futuro y ganas de encarnar esa esperanza en una nueva generación que tome el relevo. Cualquier empeño por sostener la comunidad política sobre el indiferentismo religioso, convirtiendo la Democracia o la Constitución o el Sistema Métrico Decimal en idolatría sustitutoria, es un empeño suicida, como prueba sobradamente el estado de postración terminal del continente europeo.
La restauración del ethos religioso brinda a los pueblos –como señalaba Unamuno– un espíritu común que, a la vez que rechaza los espíritus adversos, permite la integración de otros espíritus compatibles. Así se convierte en el mejor repelente frente a una inmigración descontrolada; y en la mejor argamasa para una inmigración benéfica. Por ceñirnos, por ejemplo, a la inmigración musulmana, la restauración del ethos religioso propiciaría una sociedad cohesionada en torno a normas morales en la que los musulmanes piadosos y pacíficos serían tolerados gustosamente; y de la que los musulmanes fanatizados por doctrinas criminales saldrían corriendo despavoridos (exactamente lo contrario de lo que ocurre en una sociedad irreligiosa como la nuestra). A España la está destruyendo su indiferentismo religioso, su ensimismamiento en el disfrute de las migajillas cada vez más exiguas de bienestar material. La única solución digna, a la vez hospitalaria y disuasoria, al problema de la inmigración es la recuperación de un ethos religioso común; y esa misión sólo puede acometerla una juventud capaz de mandar al basurero de la Historia todas las bazofias ideológicas que incapacitaron a sus padres para las empresas fecundas.
Es una ley biológica infalible que las civilizaciones las fundan las religiones; y que se extinguen cuando abandonan la religión que las fundó (que, infaliblemente, es sustituida por otra, porque ninguna civilización puede sostenerse sobre el vacío religioso). Así ha ocurrido a lo largo de todos los crepúsculos de la Historia, sin excepción alguna, y así seguirá ocurriendo, mientras el mundo sea mundo. Sobre los escombros de las cruces que en España hemos empezado a derribar no se alzarán las grotescas utopías democráticas que siguen postulando los decrépitos carcamales con mando en plaza, sino una media luna chorreante de sangre, que iluminará con su luz cárdena el pudridero donde yace nuestra apostasía. Si la restauración de nuestro ethos religioso no se logra durante las próximas décadas, España dejará de existir, tal como la hemos conocido; pero la culpa no la tendrá la inmigración. Como nos recordaba Will Durant, «una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro».

