Por Jesús Laínz
Las gotas frías de toda la vida ahora se llaman danas, que queda más científico y mete más miedo en esta época nuestra de terrores climáticos. Sí, de toda la vida, puesto que el fenómeno es conocido desde hace muchos siglos. Aunque puede suceder en todos los continentes, hay algunas zonas donde suele repetirse con cierta frecuencia: por ejemplo, los grandes lagos norteamericanos, la costa azul francesa y el levante español. Y bien cercana en el tiempo nos queda la gota fría de julio de 2021 que dejó un centenar de víctimas en Alemania, Bélgica, Holanda, Francia y Suiza.
En el caso español, contamos con datos y testimonios de gotas frías desde los lejanos siglos medievales, bastante antes de la revolución industrial. En documentos de todo tipo, desde registros públicos a papeles privados, crónicas de historiadores o anotaciones eclesiásticas, se recogen episodios de lluvias extremas, mayoritariamente a orillas del Mediterráneo y en otoño, que provocaron grandes catástrofes humanas y materiales.
Por ejemplo, el 15 de junio de 1835 una tormenta nunca vista arrasó Granada. El 15 de octubre de 1879 tuvo lugar la que pasó a la historia como la riada de Santa Teresa, que desbordó el Segura hasta alturas nunca alcanzadas hasta hoy y en la que perdieron la vida más de un millar de murcianos y desaparecieron miles de viviendas. El 11 de septiembre de 1891 murieron 359 personas en una descomunal inundación en la localidad toledana de Consuegra, a las que hubo que añadir varias decenas de fallecidos más en la riada que destrozó Almería aquel mismo día. Ya en el siglo XX, pasó a la historia la gran riada de 1957 que dejó ochenta muertos en Valencia y provocó la construcción del nuevo cauce del Turia. En 1962 les tocó el turno a los ríos Llobregat y Besós, por cuyo desbordamiento hubo cerca de mil víctimas. La gota fría del 20 de octubre de 1982 se llevó por delante la presa de Tous y la vida de cuarenta personas. Y el 3 de noviembre de 1987 se recogió el récord español de precipitación en veinticuatro horas: los 817 litros caídos en Oliva, provincia de Valencia.
A pesar de todos estos datos, al alcance de cualquiera y para cuya interpretación no hace falta haber estudiado meteorología, la ministra Margarita Robles, espejo de la cultiparlante progresía, ha declarado que lo de Valencia ha sido algo que no ocurría desde hace cinco mil años. Doctoral. Tajante. Impertérrita. Y su colega Úrsula von der Leyen ha pontificado paralelamente que éstas son las cosas del cambio climático que su UE combate con tanto ardor. Éste es el nivel de quienes nos gobiernan.
El motivo de tamaña desvergüenza es que sus privilegiadas posiciones dependen del mantenimiento de los dogmas ideológicos con los que engañan a sus votantes. Uno de los más importantes es el llamado cambio climático antropogénico, gravemente objetado por los datos muy someramente mencionados arriba, y por eso tiene que ser agitado continuamente para que no pierda vigor. Y los medios de comunicación, ésos que debieran informar pero que se limitan a transmitir las consignas del poder, han demostrado una vez más su unánime servilismo.
«¡A ver si los negacionistas se atreven a seguir negando el suicidio climático después de este hecho!», ha sido el núcleo de la argumentación de cientos de juntaletras y bustos parlantes a los que sólo les ha faltado acusarlos de haber invocado al dios de la lluvia. Pero si hay en este mundo algo que no se puede valorar por un hecho, ese algo es el clima, conjunto de condiciones atmosféricas propias de un lugar según lo observado en un periodo de tiempo lo más largo posible. Y si observamos lo que sucede en otoño en las cosas mediterráneas españolas, la conclusión a la que llegaremos es la opuesta a la de nuestros obedientes opinadores: lo de Valencia no ha sido una excepción pentamilenaria, sino una cuenta más, y no la peor, del larguísimo rosario de gotas frías de las que tenemos noticia desde hace muchos siglos. Y que, obviamente, han sucedido desde muchos milenios antes de que existiera el Homo sapiens. El que añadió eso de sapiens debió de ser un humorista.
Quienes, con los medios técnicos actuales, no son capaces de avisar debidamente de las posibles consecuencias de una tormenta prevista para pocas horas después osan sin embargo afirmar que los fenómenos atmosféricos extremos van a aumentar en cantidad e intensidad debido a la voracidad del capitalismo. Y proclaman que saben cómo va a ser el clima en siglos futuros.
Nos gobiernan miserables desalmados a los que, desde sus despachos de caoba, les resbala el horror por el que han pasado las víctimas y el dolor que nunca terminará. Y que, para desviar la atención de su imprevisión antes e incompetencia después, levantan el índice acusador contra los herejes que se atreven a dudar de sus dogmas sobre asuntos climáticos o de cualquier otro tipo.
Pero no se puede negar que el engaño funciona muy bien.
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