Las monjas cismáticas
Por Juan Manuel de Prada
Ha causado general escarnio entre la mayoría de las gentes (y honda consternación entre unas pocas) el caso tremebundo de esas monjas clarisas de Belorado (Burgos), que han anunciado, mediante un comunicado firmado por su abadesa, que abandonan la tutela de su obispo y no reconocen a Francisco como Papa legítimo. Señala la abadesa cismática que desde Roma «han ido llegando en estos años contradicciones, lenguajes dobles y confusos, ambigüedad y lagunas de doctrina» que han golpeado el alma de las monjas, hasta fraguar en ellas «una duda sobre quien dirige la barca de Pedro y sus inmediatos colaboradores» que, con el tiempo, ha terminado haciéndose escándalo, mientras el «caos doctrinal y moral» auspiciado desde Roma, «lejos de amainarse, se ha embravecido hasta extremos inimaginables». Y añade la abadesa de Belorado que, mientras esta situación se agravaba, se mantenía dolorosamente «el pertinaz silencio de los pastores; silencio y aquiescencia, dejando a las ovejas solas, sin protección ni defensa frente a los lobos».
Vemos que las acusaciones de las clarisas son, en algunos aspectos, plausibles (en las dos acepciones de la palabra). Pero es, sin duda, la solución que adoptan lo que llama nuestra atención. Abandonan la Iglesia para ingresar en una secta sedevacantista acaudillada por personajes truhanescos o desaprensivos que, para madrugar los ahorros de sus víctimas, las embaucan con alardes de ortodoxia doctrinal. El caso, de ribetes tan estrafalarios, repite sin embargo el esquema de todos los escándalos conventuales que jalonan nuestra Historia, donde siempre hallamos sedicentes clérigos capciosos (y a veces solicitantes, en la acepción impúdica que ya no recogen los lastimosos diccionarios al uso), cuando no meros timadores que tratan de sacar tajada. Entre los casos más sonados e ilustres de monjas embaucadas se cuenta el de la hija de don Juan de Austria, doña María Ana, monja en Madrigal de las Altas Torres, a quien un fraile maquinador convenció para que se casase con el Pastelero de Madrigal, que pretendía disputar el trono de Portugal a Felipe II, haciéndose pasar por el difunto Rey Sebastián. Aunque acaso ninguno sea tan truculento y de altos vuelos políticos como el de las monjas supuestamente endemoniadas del madrileño convento de San Plácido, en realidad jóvenes milagreras, visionarias o alumbradas, seleccionadas por un fraile lascivo que las sugestionaba para que confundieran los transportes del placer sexual con los arrobos místicos. A la postre, aquellas pobres mujeres acabarían enloquecidas; y empezaron a cultivar comportamientos frenéticos, a la vez que lanzaban profecías, muchas de naturaleza política (pues, además del abuso sexual, el fraile las utilizaba para la intriga palaciega).
En los casos históricos comentados hallamos los mismos elementos que en el caso de las monjas cismáticas de Belorado: mujeres débiles engatusadas por truhanes peritos en manipulación psicológica que las hacen sentir «elegidas» (para un trono en el caso de doña María Ana de Austria, para la experiencia mística en el caso de las monjas endemoniadas de San Plácido, para la ortodoxia doctrinal en el caso de las clarisas de Belorado), como si hubiesen sido elegidas específicamente por Dios para una alta empresa. Pero si estos truhanes logran embaucar a estas mujeres débiles y, con frecuencia, aisladas o abandonadas o desconsoladas es porque antes otros no captaron su debilidad, no advirtieron su aislamiento, no repararon en su abandono, no sanaron su desconsuelo. Las monjas de Belorado se comparan en su comunicado con «ovejas solas» que se han quedado sin pastor, «sin protección ni defensa ante los lobos». Y aquí nos topamos con el corazón de tristeza del caso: pues unas monjas de vida contemplativa requieren atenciones especialísimas, tanto en el escrutinio de su vocación como en la dirección espiritual constante, que debe estar siempre en vilo, atenta a las vicisitudes y heridas del alma, dispuesta a brindar consuelo y con una antena sutilísima para detectar la intromisión de farautes y viborillas que deslizan su veneno. El caso de estas monjas de Belorado nos habla de una comunidad eclesial rutinizada, gangrenada por la burocracia ciega e impersonal, que descuida el discernimiento de las vocaciones, que no vela por su sostenimiento, que no atiende sus necesidades, hasta el extremo de no advertir que unas monjas de clausura están siendo cameladas por unos truhanes. ¿Cómo es posible que los sacerdotes que atienden a esas monjas, con su obispo a la cabeza, y los fieles que las visitan no reparen en el desvalimiento de esas monjas y en la infiltración de elementos maliciosos en el claustro? En el fondo, este caso nos está hablando de una Iglesia sin celo ni amor que ha perdido la perspicacia para corregir y consolar, que deja enfermar a sus miembros más selectos sin advertir su decaimiento, su dolencia íntima, su agonía espiritual.
En contra de lo que solemos pensar, las personas que caen en poder de las sectas no son penosos friquis, ni gentes mermadas, ni despojos desahuciados. Son casi siempre personas insatisfechas espiritualmente, personas abandonadas u ofendidas en sus creencias, tal vez inmaduras o psicológicamente inestables, pero sobre todo personas necesitadas del agua que no da sed (Jn 4, 14). Y, cuando falta esa agua, es inevitable terminar bebiendo los licores más turbios.
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