Por Claudia Peiró
La Ley Micaela fue la respuesta de circunstancia a un problema que los poderes públicos no logran resolver. Por eso la cifra de femicidios no ha disminuido, ni disminuirá. El remedio es equivocado porque el diagnóstico también lo es. Nuestros legisladores votan siguiendo la corriente, mientras otros lobbies aprovechan las crisis -generalmente desencadenadas por casos particularmente impactantes- para colar su ideología, en este caso, la de género, queer, no binarie o como le quieran llamar, una ideología que no fue plebiscitada, ni siquiera votada.
Eso no impide que el gobierno la haya convertido en dogma y, en virtud de la Ley Micaela (27499, del 10/1/2019), obligue en el mejor estilo estalinista a decenas de miles de agentes de la administración, de las fuerzas de seguridad, de los planteles de universidades, hospitales y medios oficiales- a realizar cursos cuyos contenidos están inspirados en la ideología de género.
Recordemos primero que Micaela García (21 años) fue secuestrada, violada y asesinada el 1° de abril de 2017 por un criminal reincidente que gozaba de libertad condicional, concedida por el juez Carlos Rossi. Varios crímenes como el de Micaela, cometidos por delincuentes sexuales beneficiados por la ley, habían tenido lugar en los años previos sin que los funcionarios de turno se sintieran interpelados. Pero Micaela García era militante del Movimiento Evita y del NiUnaMenos; el caso fue tomado como bandera. Entonces, los mismos que pocos años antes habían evitado la destitución del juez Axel López -otro liberador serial de delincuentes peligrosos- pedían ahora a gritos el juicio político de Carlos Rossi. De la indiferencia pasaron a la sobreactuación. Pero no a la eficacia.
El caso de Axel López fue paradigmático. En dos ocasiones concedió beneficios a presos peligrosos, contra la opinión de peritos que le advirtieron del riesgo de reincidencia, lo que efectivamente pasó. Volvieron a violar y a matar: en 2009, a Soledad Bargna, y en 2012, a Tatiana Kolodziej. Sin embargo, cuando fue enjuiciado en el Consejo de la Magistratura, lo protegieron los mismos que hoy baten el parche con las cifras de femicidio; no para buscar soluciones sino para crear estructuras inútiles, enjuiciar a todos los varones por igual y ahondar la grieta de género.
Lo insólito es que también el feminismo protegió a Axel López, aunque cueste creerlo. El juicio político, en 2015, coincidió con la primera convocatoria bajo el lema NiUnaMenos. pero las referentes de esa marcha que buscaba poner fin a los femicidios se negaron a respaldar el pedido de destitución del juez. Les resultó más cómodo acusar al machismo que increpar a los políticos del Consejo de la Magistratura.
Si Axel López hubiese sido destituido en 2015, tal vez su par de Entre Ríos Carlos Rossi lo hubiera pensado dos veces antes de liberar al asesino de Micaela García.
Cuando los políticos tomaron este crimen como bandera no lo hicieron para adoptar medidas eficaces contra la violencia doméstica sino para convertir en doctrina oficial y obligatoria una ideología extremista, marginal, que sostiene que el sexo no es biológico, que la distinción varón-mujer no es natural sino una construcción social; en concreto, usaron el caso para promulgar una Ley por la cual todos los agentes de la administración pública deben someterse a una capacitación cuyos contenidos apuntan a estigmatizar a un género -el masculino-, a enjuiciar la heterosexualidad y a devaluar a la familia.
Basta asomarse a esos contenidos para confirmar que poco y nada tienen que ver con los verdaderos motivos por los cuales en la Argentina la violencia no se frena: la ineficacia de las fuerzas de seguridad, del ejecutivo y de los jueces. Y de los legisladores. Todos ellos son corresponsables de la desprotección estatal que pone en riesgo a las mujeres, pero no sólo a ellas, sino a todos los argentinos, inermes frente al flagelo del delito y la violencia. ¿Qué medidas se han tomado en los últimos años para agilizar los juicios, evitar la salida anticipada de criminales peligrosos, mejorar el desempeño de las fuerzas de seguridad, hacer efectivas las medidas perimetrales y supervisar con eficacia las morigeraciones de penas?
En cambio, se les explica a los forzados auditorios de estas “capacitaciones” que el “sexo” es una “clasificación cultural binaria” y el “género” una “contrucción social”. ¿Sabrá esta gente que desde la prehistoria la humanidad se organiza en torno a la pareja humana varón-mujer, porque parece que la biología, la distinta función reproductiva de cada uno, tuvo algo que ver? Allí está la antropología para confirmarlo.
Los “estereotipos de género son modelos que se imponen a través del mandato social para que se cumpla con lo establecido como natural”, dice el dogma impuesto por ley. Un ejemplo es la asociación “mujer-madre” (muy antinatural, por cierto). El sexo es “asignado al nacer” y “se aprenden los roles de género, acorde a la sociedad patriarcal heteronormativa”, (sociedad que solo existe en las cátedras de Sociales).
La definición que ellos mismos dan de patriarcado demuestra que éste no existe en la Argentina: “…un tipo de organización social en la que los varones ejercen la autoridad en todos los ámbitos…; un orden social genérico de poder, basado en un modo de dominación donde el paradigma es el hombre”; esto dicen en un país que ya tuvo dos presidentes mujeres en los últimos 50 años y en el que ninguna norma, ni ley, consagra la superioridad del varón sobre la mujer. Ninguna.
El patriarcado, insisten, puede ser visto “como organización y estructura sociopolítica que asegura el poder de los hombres y subordina a las mujeres” y que se “impone por la fuerza y justifica la violencia contra aquellas mujeres que desobedezcan los mandatos de género, de la familia y la sociedad patriarcal”.
Nos vamos acercando al nudo de la cuestión: a los varones se les enseña a “ser hombres”, lo que consiste en “ser heterosexual”, “ser proveedor: sostener a la familia”, “ser fuerte”, “ser valiente o tener coraje”, etc. Estas cosas “terribles” que se enseña a los varones surgen del “binarismo de género”, de “la clasificación del sexo y el género en dos formas distintas y complementarias de masculino y femenino”. Un horror.
Los cursos refuerzan la idea de que la violencia es unidireccional; por eso hablan de violencia de género y no como debería ser de violencia doméstica o familiar, para abarcar todos los conflictos que pueden darse en ese ámbito. El objetivo es estigmatizar a un sexo.
El curso enumera varios tipos de “violencias por motivos de género”: “física, psicológica, sexual, económica y patrimonial, doméstica, institucional, simbólica. mediática”, etc. A esto se agregó la “violencia política”, que busca “menoscabar, anular, impedir, obstaculizar o restringir la participación política de las mujeres (…) en cualquier espacio de la vida pública y política…”
Traducción: una legisladora puede maltratar verbalmente a un colega en el recinto pero si éste la increpa a ella es violencia de género.
Se afirma que “pensar que los agresores padecen una problemática de salud mental es desconocer la responsabilidad que tienen por las violencias que ejercen”. Claro que hay agresiones y abusos basados en el machismo, como en el desprecio por la otra persona, pero negar la posible existencia de un trastorno o una perversión detrás de estas conductas es lo que lleva a los jueces abolicionistas a liberar violadores, como se liberó al asesino de Micaela García, en cuyo nombre se niega la realidad.
En la misma capacitación se afirma que “la mayoría de las violaciones son ejercidas por varones que las personas agredidas conocen y/o en quienes confían”. De nuevo olvidan el caso que dio origen a la ley, porque lo importante es socavar la confianza entre los sexos y estigmatizar al varón.
Micaela García no fue víctima de un noviazgo violento ni de una relación tóxica. No importa. Se asocia su nombre a una ley que no es inocua, porque se está utilizando una preocupación legítima de la sociedad y un reclamo más legítimo aún de las familias de las víctimas, para operar una reingeniería social y promover un credo deformante de la realidad. A lo largo de toda la capacitación, la violencia tiene una sola dirección y divide a la sociedad en un colectivo de víctimas -mujeres y lgbt- y uno de victimarios: los varones, todos.
“La violencia de género se basa en las desigualdades de poder que existen entre varones (lugar privilegiado) y mujeres y personas LGBTIQ+, pudiéndose ubicar allí el origen de todas las violencias, basadas en la discriminación y desigualdad”, sentencian.
¿El binarismo es violencia? ¿Toda la violencia deriva de la clasificación femenino-masculino? ¿Las mujeres no discriminan? Se termina asumiendo el credo del lesbofeminismo, que postula que lo más seguro para una mujer es “no estar casada” (con un hombre, se entiende), y que la heterosexualidad “no es la manera natural de vivir la sexualidad” sino “una herramienta política y social” destinada a “subordinar las mujeres a los hombres”.
Cada vez son más los organismos que deben someterse al adoctrinamiento. La sobreactuación no cesa. Un ejemplo lo ilustra muy bien: desde el 18 de noviembre del año pasado, en la provincia del Chaco, todo ciudadano (y ciudadana) que quiera presentarse a cargos públicos está obligado, como “requisito excluyente”, a someterse a esta humillación de género.
¿En qué tipo de violencia se encuadraría esta imposición estatal?
Campaña anti-varones
Llama la atención la convicción que anima a tantos funcionarios (y funcionarias) de estar haciendo algo para disminuir los femicidios en el país, cuando es evidente que no es así (ellos mismos llevan la cuenta). O, en todo caso, hacen cosas inútiles, porque a malos diagnósticos, malos remedios. Detrás de casi cada femicidio hay una historia de desprotección, de denuncias desoídas, de lentitud judicial, de protocolos mal aplicados, etcétera. A nada de eso se le busca remedio efectivo.
El número de femicidios sólo es usado para amplificar el discurso andrófobo, porque aunque la ministra de las Mujeres diga que “no hay lugar para violencias de ningún tipo”, para el funcionariado feminista la violencia es de un solo tipo y es unidireccional.
En momentos en que un caso como el de asesinato de Fernando Báez Sosa está en el candelero, ¿qué campaña, qué medidas vimos para prevenir, disuadir, evitar, las peleas a la salida de los boliches? ¿Qué campaña vimos contra el consumo de alcohol y de drogas? Al contrario, se las promueve, se las banaliza. Se cumplieron tres años de ese hecho que entristeció a todos, y no pasa nada. Ya ha habido otros Fernandos y los seguirá habiendo.
En momentos en que un caso incalificable como el del pequeño Lucio Dupuy confirma lo que sabemos todos -salvo los y las feministas- que la violencia no es “de (un) género”, sino que atraviesa todas las relaciones familiares y humanas en general, el Gobierno esta enfocadísimo en lo esencial.
A través del Ministerio de las Mujeres ha lanzado una feroz campaña contra los “micro-machismos”, neologismo feminista que sirve para ver patriarcado hasta en la sopa. En realidad, son spots anti-varones, en los cuales éstos son presentados bajo una luz negativa; toda situación incómoda, fricción o desentendimiento en el seno de una pareja o familia es siempre y sin atenuantes culpa de los varones.
La campaña está unificada por el hashtag #ArgentinaSinViolencias, pero ese plural no debe confundir. La violencia es una sola, masculina. El violento es el varón; el único desagradable, chicanero, prejuicioso, discriminador, extorsionador afectivo, incumplidor de sus deberes parentales, etcétera.
Las detractoras del “estereotipo” mujer-madre, lo sustituyen por otros: “mujer-santa”, o “mujer-víctima”, “mujer-inimputable”, etcétera. Y su contracara: “varón-irresponsable”, “varón-desconsiderado”, “varón-discriminador”, etcétera.
En uno de los spots de la campaña, una parejita joven se junta a comer pizza y tomar algo, hay arrumacos -consentidos, aclaremos-, pero cuando van a pasar a mayores, ella se acuerda de que no tienen preservativos. Él dice “no importa”, ella se pone firme, él se decepciona y se lo reprocha mal. Una basurita el pibe.
En otro spot, situación parecida. Él se enoja porque ella no quiere tener sexo y se va.
En otro, un padre de familia se prepara para ir a trabajar y antes de salir le dice a ella: “¿Buscás vos los chicos en el colegio?” Ella pone cara de desagrado. Él replica, sobrador: “Dale, ¿si yo no laburo quién paga las cuentas en esta casa?” Un garca. Y encima se va diciéndole “te amo”. Extorsión afectiva a full…
Unos flacos juegan al fútbol en un campito. La pelota se les va y una pareja de dos varones, sentados en un banco, se la devuelven de una patada. Comentario de un jugador: “¿Viste? Hasta un marica patea mejor que vos…” Homofóbico, discriminador, prejuicioso…
Hétero, que ya va siendo un insulto.
De nuevo, sólo los hombres discriminan, sólo ellos se ponen desagradables cuando no consiguen lo que quieren, sólo ellos pasan factura por su aporte a la familia, etcétera.
En otro spot, se muestra una reunión de trabajo. Mientras una mujer está hablando, dos colegas se envían una foto de la dama tomada de su perfil -foto normal, nada raro- y se guiñan el ojo, cómplices… La mujer nota la distracción y se molesta. Pregunta: ¿las mujeres no comparten fotos de hombres? ¿No hablan de las características físicas de tal o cual señor?
Hace poco, el actor Luciano Castro, decía, al diario La Nación: “No me siento acosado, pero si yo hiciera lo que me hacen a mí, me denunciarían (…). Me tocan los abdominales, las tetas… (…) ¿Qué pasaría si yo le tocara la panza a una chica? Me comería una denuncia de cabeza”.
¿Micro-qué vendría a ser esto?…
Se niega una binariedad para sustituirla por otra, una en la cual las mujeres no son violentas, no agreden, no matan. Es evidente que no pueden, por lo general, como un varón, matar de una piña o de una patada. Pero eso no les impide matar, mandar a matar o complotar para matar. La crónica policial está llena de casos.
Otro estereotipo, el de “madre-protectora” (ninguna madre maltrata, ninguna miente, ninguna hace falsas denuncias, etc), también está resquebrajado por el caso Lucio Dupuy, caso que ignoran porque no pueden cargarlo a la cuenta del machismo.
Pero además, ¿nunca vieron a una patota de chicas agredir a otra? Pregunten a los docentes de secundaria.
Todos los humanos tienen la tendencia a ser más violentos en grupo, a discriminar al diferente, a agredir para conseguir algo. Eso no se combate estigmatizando a un género, sino educando en valores, inculcando el respeto a la vida, propia y del otro.
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