Mamelucos
Por Juan Manuel de Prada
Confieso que he disfrutado como un enano con la introducción en el Congreso de los célebres pinganillos y con la ensalada babélica de lenguas que allí han aliñado. Algún día, cuando el protervo Régimen del 78 sea por fin debelado, se mencionará este episodio como detonante simbólico de su declinación, como el inicio de la Operación Barbarroja se estudia como el detonante simbólico de la declinación del Tercer Reich. No se nos escapa que la Operación Barbarroja tenía una grandeza telúrica y wagneriana, mientras que la introducción de los pinganillos en el Congreso es un episodio chusco, propio de un vodevil ínfimo o un sainete casposo; pero, como decía Ulpiano, ‘suum cuique tribuere’. Quiero decir que cada uno tiene la muerte que se merece; y la del Régimen del 78 merece ser ridícula.
Allá por 1952, José María Pemán acudió al Congreso Eucarístico de Barcelona, invitado a pronunciar una conferencia. Su mayor sorpresa fue descubrir el reparto de un artilugio que permitía al público asistente escuchar los discursos en cinco o seis idiomas diferentes. A Pemán el invento se le antojó en un principio muy loable, porque en el Congreso participaban muchas personas que no entendían algunos de los idiomas en los que hablaban los oradores (a diferencia de lo que ocurre con los mamelucos del Congreso, que se entienden de perlas en el idioma común). Pronto, sin embargo, Pemán reparó en que la gente no empleaba el artilugio para escuchar al orador que hablaba, sino más bien para manipularlo incansablemente, «buscando todos los idiomas que no entienden». Y, en general, advirtió que la interferencia de este artilugio sólo lograba que se esfumasen «todos los valores estéticos y cordiales de la palabra», toda su sugestión oratoria, convirtiendo los discursos en una alfalfa indistinta que a nadie interesaba. «Es la victoria –concluye Pemán– de la tecnología sobre la teología: oír en varios idiomas sin que importe lo que se está diciendo».
A nosotros, en cambio, nos parece saludabilísimo que a la gente no le importe lo que dicen los mamelucos del Congreso, distraída en los pinganillos y en la ensalada babélica de idiomas en que se hablan, para no entenderse entre ellos y para que ni Cristo los entienda. Convendría señalar con almagre en el calendario la fecha del estreno parlamentario del pinganillo, para convertirla en jornada festiva cuando el Régimen del 78 sea debelado. Por cierto, la primera vez que se empleó un artilugio de traducción simultánea en un acto de relieve mundial fue en los juicios de Núremberg. Sería deseable que los mamelucos del Régimen del 78 tuvieren también algún día su Núrembeg particular, donde magnánimamente les dejaremos ponerse pinganillo, para que oigan en todas las lenguas y dialectos españoles el fallo del tribunal, condenándolos por todos los daños que han infligido a España, entre los que debe contarse la frivolidad de hacernos parecer un país de tarados y exponernos al universal ludibrio.
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