
Por Carlos Marín-Blázquez
La Navidad es un momento idóneo para reflexionar acerca del papel que juegan los símbolos. Dado que la masa tiende a la dispersión, la función del símbolo es aglutinarla. Al reconocer en el símbolo la representación de un conjunto de principios morales, la masa deja de serlo y se transforma en comunidad. En el seno de la comunidad, el sujeto encuentra primeramente una garantía de supervivencia. Encuentra seguridad, apoyo, reconocimiento. Y más aún: a medida que las relaciones entre sus miembros se fortalecen, la comunidad ya no es sólo un entramado de intereses y un sistema ideado para armonizar la convivencia; es también un espacio de afectos.
Puede que el problema más grave que aqueje a nuestra época sea la desaparición de esta idea de lo comunitario. Su vestigio último es la familia, institución que, no por casualidad, atraviesa uno de los momentos más críticos de su historia. La crisis de la comunidad responde a factores diversos, pero sus consecuencias podrían resumirse en un suceso clave: volvemos a ser una masa. No una masa cerrada y unívoca, sino una galaxia de partículas que giran alrededor de sí mismas, tan libres y autosuficientes en apariencia como dependientes en la realidad de los poderes que las pastorean. Tendemos por tanto a la disgregación, y lo que nos mantiene precariamente cohesionados no es ya la capacidad unificadora del símbolo, sino la potencia coactiva del Estado.
De modo que los símbolos alrededor de los cuales orbita nuestra sociedad carecen de verdadera fuerza vinculante. Y carecen de fuerza vinculante porque han sido vaciados del sentido originario que una vez tuvieron. No remiten a una realidad más grande que nosotros, pues en las sociedades posmodernas no hay realidad más grande y celebrada que el triunfo del individuo emancipado en el esplendor inigualable de su soledad.
Por tanto, uno se pregunta qué significado tienen las luces que durante estas fechas adornan las calles de nuestras ciudades. Sin duda simbolizan algo, pero ¿el qué? En el calendario litúrgico coinciden con la celebración de la Navidad, pero la Navidad es una festividad cristiana y la nuestra, en cambio, es una época fundada en la soberbia del descreimiento y para la que el relato de lo acontecido en un humilde portal hace más de dos mil años resuena con el timbre ingenuo de un cuento para niños.
Entonces, ¿para qué este oneroso despliegue de guirnaldas luminosas, este derroche de voces blancas resonando, con la impertinencia de un estribillo a deshora, en el hilo musical de todos los grandes almacenes? ¿A santo de qué tantas películas de contenido «navideño», cuajadas de tópicos almibarados que recrean una fraternidad de baratillo?
Seguimos rodeados de símbolos, sin duda, pero desnaturalizados, desgajados de la tradición que les insuflaba vida y los colmaba de sustancia. Y mientras, el Niño en el pesebre va poco a poco difuminándose, se le arrincona en según qué espacios públicos, se le hace desaparecer de los escaparates de tantos comercios por otra parte engalanados con toda clase de motivos a tono con lo que parece ser la verdadera celebración en estos días, a saber, la fiesta del hiperconsumo. Hay, por lo visto, una cierta incomodidad en encontrarlo allí, tan fuera de lugar en una época que, al hacer de la mofa de los sentimientos religiosos la primera de las virtudes revolucionarias, no sabe muy bien cómo lidiar con sus reliquias.
Sin símbolos que apunten a lo hondo de nuestra identidad y nos expliquen el significado de nuestro paso por el mundo, nos condenamos a una intemperie en la que acabaremos disueltos. A muchos todo esto les parecerá estupendo, porque lo interpretarán como la llegada a la fase culminante en el progreso irresistible de la historia. Pero más vale que nos preguntemos si lo que nos aguarda en el futuro —un páramo sembrado de una patulea de ídolos de pacotilla o quizá nuestro reemplazo por esa otra civilización que ya presiona fuertemente contra la nuestra— es superior a aquel misterio de poesía y redención que tuvo en Belén su momento fundante.

