No existe el síndrome post-aborto; existe la conciencia – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada

En diversas ocasiones, hemos denunciado desde esta tribuna el cientifismo, que Gregorio Marañón definía «en el caso mejor, la fe excesiva en todo lo que viene de la ciencia; y, en el caso peor, el manejo intencionado de todo lo que no lo es». Este cientificismo ha alcanzado en nuestra época terminal, donde triunfan todas las pacotillas, densidad de enjambre, hasta convertirse en una nueva forma de totalitarismo que pretende ‘explicar’ cualquier asunto, tratando de sustituir al técnico, al historiador, al filósofo, al teólogo y hasta al mismísimo Dios (no en vano uno de los empeños más turulatos del cientifismo consiste en intentar demostrar que Dios no existe). A veces, esta obsesión cientifista se extiende, incluso, entre quienes se supone que deberían denunciarla. Acaba de ocurrir recientemente con el debate surgido en torno al llamado ‘síndrome post-aborto’, que según quienes defienden su existencia incluye depresiones, estrés postraumático, ansiedad y ataques de pánico, trastornos alimenticios y adicciones, entre otras calamidades. Por supuesto, enseguida han surgido voces que niegan la existencia de este ‘síndrome post-aborto’ y de paso también que el aborto cause daño alguno a las mujeres que lo perpetran, invocando la ‘autoridad’ de la OMS y de otros contubernios o conciliábulos al servicio de la ideología sistémica.

No existe un ‘síndrome post-aborto’, como no existe un ‘síndrome post-adulterio’ ni un ‘síndrome post-asesinato’. Existe algo mucho más real, algo mucho más aflictivo que un ‘síndrome’; algo que no pertenece al ámbito de la ciencia, sino de la filosofía moral, que es otro ámbito del conocimiento que el cientifismo trata de colonizar. El aborto es un crimen monstruoso, un acto de injusticia absoluta, porque consiste en la destrucción deliberada de la vida más inocente e indefensa. Y cuando perpetramos o consentimos un crimen monstruoso la conciencia reacciona infligiéndonos un torturante dolor moral. Porque la conciencia humana, aparte de descubrir racionalmente el bien y el mal mediante un juicio teórico, adapta nuestra conducta a tal juicio. Y esta capacidad para emitir un juicio práctico sobre la naturaleza de sus propios actos es la grandeza mayor del ser humano. Inevitablemente, cuando nuestros actos no obedecen el juicio de la conciencia, se produce –si no hemos dejado de ser humanos– un dolor moral acorde con el grado de malignidad de dichos actos. Es lo que vulgarmente denominamos ‘sentimiento de culpa’ o ‘remordimiento’, que puede llegar a convertirse en un infierno en vida, mucho más terrible que cualquier ‘síndrome post-aborto’; sobre esta cuestión Dostoievski escribió algunas de las más grandes obras de la literatura universal. Este dolor moral, sin embargo, no es ninguna ‘enfermedad’ ni afección, sino por el contrario, una reacción benéfica de la conciencia.

Pero aquí llega siempre alguien que proclama: «¡Pues yo he abortado y mi conciencia no me lo reprocha!». Y así ocurre, en efecto, porque ha dejado de ser persona, ha sufrido aquel proceso que C. S. Lewis denominaba ‘abolición del hombre’. Como nos enseña el demonio Escrutopo, las leyes morales son como los colores primarios: siempre las mismas, siempre inmutables; trascienden todas las culturas y todas las épocas, no pueden ser cambiadas, reemplazadas ni ‘superadas’ sin destruir nuestra condición humana. Pero surgen ‘manipuladores sociales’ que intentan redefinir o reemplazar las leyes morales universales creando sistemas éticos basados en subjetivismos (deseos, conveniencias, utilidades, etcétera) o ideologías; sólo que al redefinir o reemplazar las leyes morales no crean ningún sistema moral nuevo, sino que destruyen o abolen la condición humana, produciendo seres producto de su manipulación, sin libre albedrío ni juicio moral; seres sin conciencia, o con la conciencia averiada, que pueden ser moldeados según los intereses de los manipuladores sociales. El Gran Inquisidor de Dostoievski lo explicaba maravillosamente: «Les permitiremos pecar, ya que son débiles, y por esta concesión nos profesarán un amor infantil. Y nos mirarán como bienhechores al ver que nos hacemos responsables de sus pecados. Y ya nunca tendrán secretos para nosotros».

Estos manipuladores sociales han convertido la conciencia en una mera ‘subjetividad’ que puede forjarse libremente su propia moral, según sus conveniencias y deseos personales. De este modo, la conciencia se degrada a la condición de mecanismo exculpatorio. O, como señalaba Newman en su ‘Carta al Duque de Norfolk’: «La conciencia es una consejera severa, pero en este siglo se ha reemplazado con una falsificación de la que los dieciocho siglos precedentes jamás habían oído hablar o de la que, si hubieran oído, nunca se habrían dejado engañar: es el derecho a actuar según el propio placer». Pero actuar según el propio placer, acallando el juicio de la conciencia, nos convierte en autómatas que han perdido su centro moral y con ello su humanidad; y nos deja en manos de los manipuladores sociales. Además, acallar el juicio de la conciencia mientras dura nuestra vida terrenal no nos libra de su juicio, cuando nuestra conciencia sea por fin liberada: «El hombre –señalaba Castellani– está obligado a consultar su conducta con su propia razón; pues no será por la conciencia de otro que será juzgado por Dios, sino por la propia».

No existe el síndrome post-aborto; existe la conciencia, que reacciona provocando dolores morales que pueden llegar a resultar extraordinariamente tortuosos, si no renegamos de nuestro crimen. Los manipuladores sociales han logrado postergar esos dolores morales destruyendo nuestra humanidad, pero nunca los podrán anular. Y cuando esos dolores se postergan demasiado, se convierten en eternos. ‘That’s all, folks.’

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